QUE NADIE NOS OLVIDE
En la negrura se pierden muchas
cosas, recuerdos y libertades. Pero creo que lo que más me fue arrebatado por
la oscuridad es mi futuro. Yo ni, aunque salga de aquí voy a ser la persona que
iba a ser antes del encierro. Me he quedado sin futuro, sin porvenir ni aspiraciones,
no voy a regresar a tener los sueños que tejía a medias hace unos meses. Y con
eso, mucho de mí ya ha muerto. “Yo ya no soy yo y mi casa no es mi casa”.
El fantasma de Paula me atormenta
en mis sueños y el de Mariana ulúa afuera de la puerta, me preguntó a qué paso yo dejo de ser yo, para convertirme en ellas. Todo lo que ha pasado durante estos meses me
trastorna mucho, la oscuridad me invade y yo quiero entregarme a ella, alejarme
de mi cuerpo hecho pedazos para ser aire y rumor doloroso en esta prisión,
igual que Paula, igual que Mariana e igual que quién sabe cuántas otras antes
de nosotras.
No sé cuándo es día o noche, sólo
duermo y duermo en piso mugroso hasta que viene él, hace uso de mí y si tengo
suerte se va. Hay momentos en los que no puedo asegurar si estoy despierta o no
cuando él llega, quizá todo esto es tan sólo una infinita pesadilla de la que
no puedo despertar y moriré sin volver a abrir los ojos de verdad. Ya no tengo
ataduras a la consciencia, porque soy todas y ninguna, soy nada en la oscuridad
y al mismo tiempo sigo siendo todo lo que me conformó antes de que el encierro
y la violación me aniquilaran.
Otras veces puedo sentirlo, sé que viene a por mí mucho antes del “crack” de la puerta. Lo percibo, lo siento acercarse para atacar. Y es entonces que la obscuridad me absorbe, que yo dejo de ser yo para volverme una partícula de polvo y floto hasta desvanecerme. No soy Mariana, ni Paula, ni Martha y mucho menos soy yo. En ese desaparecer, en medio del desvanecimiento, deseo morir de una buena vez, que se acabe todo. Hasta llego a suplicarlo “mátame ya, acaba con todo”. Quiero ser una con la oscuridad y que éste no ser nada se termine. Ya no queda nada de lo que era, antes de que me sacaran toda la sonrisa a golpes y elevar la mirada del suelo fuera sentencia clara de tortura.
Hace un rato (tal vez hace días)
lloré muchísimo, después de soñar un recuerdo lejano. Cuando yo tenía 14 años
viajamos a la playa, éramos un grupo grande, iba mi familia cuando Javier
estaba vivo; porque la muerte de Javier es un antes y un después para nosotros.
Los compadres de mis papás y sus tres hijas, mis primos Beto y Pablo, además del
hijo de mi madrina Lupe ¡cuánto lo odiaba yo! Se llamaba Josué, y no es que Josué
fuera del todo malo, a veces hasta me hacía reír. Pero me emperraba el poder
que tenía sobre mí, es que yo no sé cómo, pero podía hacerme hacer todo lo que
él quería. O me menos preciaba, o me retaba, o iba de lambiscón con mi mamá y
mi mamá le gritaba “¡estate quieta y deja de molestar a Josué!”. O se hacía el
desentendido y yo terminaba de responsable, haciendo las cosas por él. Casi al
final de ese viaje me besó a la fuerza entre los pasillos del hotel. Íbamos mojados
y yo casi me caigo cuando apretujó todo el peso de su cuerpo sobre mí. Me
agarró a fuerza la mandíbula, me metió la lengua y la pasó por mis dientes,
sentía su pene erecto golpeteando mi vientre; casi me vomito. Cuando me soltó,
yo estaba llorando y él con una sonrisa de satisfacción que no podía con ella, con
una cara de que me iba a joder la vida. Les dije a todos los adultos y nadie me
creyó, tan bueno Josué, yo tan chamaca cabrona, haciéndolo quedar mal.
Quien diría que en muchos de ellos, ese es el último recuerdo que queda de mí.
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