viernes, 25 de octubre de 2024

DETÉN LA OBSCURIDAD


“¿POR QUÉ SIEMPRE ME DEJAS MARIANA?”



No puedo ni recordar lo que me hizo, pero ahora duerme. Parece muy tranquilo, está soñando. Cuando termina se duerme sobre mi pecho, respira muy profundo, suspira y se duerme, casi que se desmaya. Se ha vuelto un hábito de Él, yo resisto lo más que puedo, pero hoy me sienta mal sentirle el latido del corazón sobre mi vientre. Hoy no puedo. Me duele demasiado el corazón como para soportarle, con todo su peso sobre mí. Trato de retorcerme un poco para que se mueva, poco a poco se desliza un tanto hacía un lado. No es suficiente, Él es mucho más grande, alto y pesado, yo siempre fui más pequeña, siempre más débil y encima un tanto torpe, no puedo contra semejante fuerza, no pude buena y sana, menos ahora enferma, hambrienta y débil. Todo este tiempo aquí dentro ha hecho una mella profunda en mi cuerpo.

La oigo, puedo escucharla, muy quedito y está muy lejos, aún así la escucho, sollozando, lamentándose. Entiendo, aquí dentro no hay como dejar de lamentarse, todo es sufrir, hasta en la muerte. En cierto modo es igual que afuera, la vida se va en llorar, en perder, en dolerse. Yo he perdido tanto de mí que, si viajara en el tiempo, mi yo niña no me reconocería. A veces siento que yo siempre estuve condenada, pasé por una serie de cosas una y otra vez, tragedia tras tragedia. Es una maldición, llegué a esa conclusión cuando murió Javier. Ahí sentí que me habían arrebatado todo, pisaba y no sentía tocar el suelo, era como flotar, sentía el estómago muy lejos, se vencieron las rodillas no bien me dijo mi papá: “está muerto, Javier está muerto”. De lo que pasó después no me acuerdo, ya sólo me quedan recuerdos del funeral. Todo pasaban muy rápido y yo veía todo como desde lejos. La boca me hacía ácida y seca, no podía ni tomar agua, mi mamá no dejaba de llorar y a mí papá le escurrían las lágrimas hasta el suelo. Todos los que pasaban me decían: “ya está con Dios, está en un lugar mejor mija”. Como si eso me fuera hacer sentir mejo o remediar algo, no, todo estaba roto, irremediablemente roto. 

Encima de mi dolor, tuve que fletarme el martirio de que todos me dijeran cuánto les importaba Javier y lo mucho que iban a estar ahí para mí. Mi tía Nilda se llenó la boca diciendo que él iba a ser un gran artista, cuando pasó años haciéndolo menos, burlándose. Llegaron Josué y sus papás, hasta me abrazaron, casi se me sale una risa cuando Josué me dijo que podía recurrir a él para lo que fuera. Pablo no se separó de mí en ningún momento, todo el tiempo haciéndose el buen hijo, preparando café, trayendo pan, ayudando a mi Abue, consolando a mi mamá llorándole a Javier sobre el ataúd. A la noche yo me quedé a dormir en el cuarto de mi tía Concha porque ya no tenía fuerzas, cuando recobré consciencia ya lo tenía sobre de mí, él ya ni traía nada de ropa, ahí se le olvidó todo lo del buen hijo, todo lo amable y dadivoso que era, para hacerse de mí en un momento tan doloroso no tuvo empacho. Todavía tuvo los huevos de decirme: “es que así yo te demuestro mi amor” antes de vestirse y salir caminando sin un ápice de vergüenza.

No hay más que llorar, no hay más que sufrir, te entiendo Fantasma. Yo finalmente después de estar horas arrastrándome bajo de Él, puedo liberarme, me impulso como puedo hasta la esquina más lejana del cuarto, cuando siento que me jala violentamente por el tobillo, me grita: “¿Por qué siempre me dejas Mariana? ¿por qué nunca quieres estar conmigo?” Él se larga a llorar, lo intenta, pero no puede contenerse y yo lo intento y tampoco puedo, lloro con Él y el fantasma con nosotros.

Él se acerca conmigo, me cobija y me abraza.

Lloramos. Los tres lloramos.

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DETÉN LA OBSCURIDAD I

jueves, 3 de octubre de 2024

DETÉN LA OBSCURIDAD

 

                                                              Where do you go to?

“¡SALÚDAME BIEN!”

Track, rack, crack

Track la primera, rack la segunda, crack la tercera y luego el riiiiiiiikk del rechinido final. 

No lo veo, la vista se me hace niebla, la mente se me hace humo, estoy pero no estoy, no quiero estar. “Me hiciste mucha falta Mariana”. Pero yo no digo nada, me levanta de los hombros y me azota contra la pared; como si no pesara nada, a lo mejor ya no peso nada. “¡Te estoy hablando!” pero a mí no me salen las palabras, estoy buscando fuerzas de adentro de mí, de verdad que lo intento, nomás no me salen. Es como si todas las veces que me ha pasado esto, ocurrieran todas juntas, al mismo tiempo. Es una pesadilla en la que quiero gritar y no puedo, de una manera mucho más retorcida, porque quiero complacerle y no me sale. Me levanta sobre sus hombros como si no pesara nada, a lo mejor de verdad no peso ya nada; me deja caer con fuerza hasta el suelo, es tanto que hasta reboto y sólo puedo ver ruido blanco en mis ojos, escucho un zumbido agudo y siento un hormigueo fuerte en mi cabeza. Las lágrimas se me salen, aunque casi no las siento, me saben en la boca, saladas, amargas. Creo que empiezo a ver, es la negrura del techo.

Estoy boca arriba, hago un poco de fuerza, sus rodillas están en mis hombros; casi no puedo respirar, lo veo de frente, aunque no puedo verle bien, está sudando, no trae camisa y el sudor hace que le brille un tanto la piel en la obscuridad. “¡Salúdame bien! ¡salúdame bien chingada madre! ¿así me vas a tratar pendeja hija de puta? ¿después de todo lo que hago por ti? La de veces que te hubieran matado, la de veces que he impedido que te arranquen la puta cabeza, es por mí Mariana, por mí que todavía tienes la cabeza pegada y los ojos adentro. ¿y no puedes ni saludarme, malagradecida?”

Es revivirlo todo de una sola. Después de lo de Josué ya no caí en gracia de mucha gente, el perverso fue él, pero la castigada fui yo. Yo quería mucho a Pablo, él y Javier eran de la misma edad, sentía que era mi otro hermano, porque siempre estábamos juntos los cuatro. Javier me dijo que no me fijara, que a veces la gente se porta así porque no quieren ver lo que son las cosas. Pero con Pablo la cosa no era así, era distinto. A la siguiente navidad nos fuimos al rancho de mi abue, porque era lo que hacíamos. Somos muchos así que siempre había un alboroto, que la comida, que quién le va a dar de comer a los pollos, que vayan a sacar las chivas de su corral. Pablo no había dirigido la palabra en ningún momento, yo sentí que seguía enojado conmigo porque Josué era su amigo. En un momento a mí me mandaron al corral donde mi abue tenía las conejeras, cuando me di la vuelta Pablo estaba atrás de mí y cerró la puerta. Se veía enojado, con la cara roja, a mí me dio miedo. Caminó derecho hasta donde yo estaba, desbocado, con sus manos en mis hombros me azotó contra la lámina de la pared y me dijo “¡salúdame bien! te sientes mucho porque ya te las das de zorra. ¡Pero a mí me vas a saludar!” En esa ocasión tampoco pude hacer nada, él era mucho más grande que yo, más alto, más fuerte; además que no podía ni creer lo que me estaba pasando. Yo a Pablo lo quería mucho, era mi favorito de todos, siempre me hacía reír, me cuidaba. La conmoción me dejó helada, mis manos eran de hielo, temblaba. “Quítate la blusa, como no te la quites te meto un putazo en el estómago” Yo sólo movía la cabeza diciendo que no, pero no emitía sonido. Yo traía un vestido largo y un suéter, él me jalaba del cabello mientras me lamía el cuello y la oreja, me subió el vestido y con su pene se talló entre mis muslos. Sentí cuando acabó porque mi vestido se mojó, me besó en los labios, se subió los pantalones y me dijo: “si dices algo, nadie te va a creer, nomás te digo que te acuerdes que eres mía ¿entendiste? ¡para mí! Como te vuelvas a meter con Josué así te va … y no se te olvide, Salúdame bien”.

DETÉN LA OBSCURIDAD I

DETÉN LA OBSCURIDAD previo

miércoles, 2 de octubre de 2024

Sed de sangre

Cada noche me despierto con  sed de sangre. 



No puedo sacudir mi pensamiento, la bilis me sube hasta la garganta cuando pienso en sus caras, todas y cada una de sus caras.

Desearía poder atormentarles, desearía entrar en sus sueños y que todo lo que escuchen sean los gritos de las madres de esos hijos que asesinaron. Desearía ahogarles en las lágrimas de los hijos que no volverán a casa. Quisiera sepultarles con todas mis fuerzas bajo las toneladas de sangre seca que ellos mismos han derramando. Que los aplasten los cuerpos de aquellos que sacrificaron a cambio de una miserable untada de poder.

Que no tengan paz, que no encuentren calma, que los persiga para siempre el fantasma de ese dolor que infligieron en los demás. 

Que cada toquido en la puerta les ponga los pelos de punta, que cada resonar del teléfono venga con un sobresalto de muerte, que siempre esperen de las mala noticias, que a cada momento posible el miedo les invada.  Un calambre frío bajo sus espaldas cuando escuchen el sonido de su  propio nombre. 

Que no encuentren el descanso, nunca, nunca, ni en el sueño, ni en el silencio, ni el la muerte.  

Verse las manos y recordar la sangre donde estuvieron sumergidas. A cada bocanada de aire el aroma alcalino y dulce de la carne descomponiéndose, los gusanos revolcándose y palpitando bajo la piel, la grasa escurriéndose a los lados. 

Que las miradas de los muertos los persigan en todo momento, mientras comen, cuando se bañan, cuando se miran al espejo en las mañanas. 

Que sientan en la propia piel el dolor que ellos mismos propinaron a otros, el ardor de la bala, el frío del punzón, el líquido fluir del machete, sin parar, una y otra vez, consumiéndolos en el fuego de infierno que ellos mismos echaron lumbre. 

Que vean los rostros de sus víctimas en la sonrisa de sus hijos, en los abrazos de sus madres. Quiero que sufran, que despierten a la media noche bañados de sudor frío, volteando hacía la oscuridad y sientan el peso ahogador de mis ojos, observándoles, devorándolos. 

Que busquen la salida de las cavernas y puedan nunca encontrar. 

Porque esta noche tengo sed de sangre, una sed que sólo podré saciar, con la suya. 

martes, 3 de septiembre de 2024

Deniz III

 




III

 

La aurora rompió en el firmamento cuando Deniz cayó en cuenta de que, había pasado la noche en vela. El conflicto para él era tal, que era incapaz de sentir el cansancio. Vergüenza, su vida entera había estado plagada de vergüenza, su mera existencia le hacía sentirse avergonzado. Matricida le decían antes de que pudiera caminar, y poco a poco el significado de aquello, había hecho mella en sí mismo, en quien era, en cómo se dirigía a los otros. No es que no hubiese anhelado mil veces en vivir una vida distinta, tener una madre y un padre, una vida más simple, no es como si no soñara con ello todas las noches, pero estaba convencido de que, esa era su naturaleza, la de asesino. Lo primero que había logrado en el mundo, fue asesinar a alguien, incluso antes de poder respirar. No tenía memorias de nada, que no implicara la guerra y la muerte. ¿Podría alguna vez, huir de quién era? Estaba en su sangre, corría por sus venas, sangre, carne y mirada asesina.

Y ahora débil, postrado y atado al dedo meñique de una frágil criada lechera, en un puerto lejano al suyo, rodeado de una nación que lo abominaba, viviendo con gente que le temía, que hablaba una lengua ajena y que de saber quién era, le quemarían como leño, al rojo vivo de la hoguera. Había perdido el sentido de sí mismo, del deber y de lo que él en realidad quería. No era la primera vez que lo imaginaba, pero era la primera vez que lo añoraba, que le encaprichaba, que lo enloquecía. Abandonaría todo lo que conocía en un parpadeo, por sostener la mano de la doncella un instante, y ni siquiera sabía su nombre. Una parte de Deniz había muerto aquel día, la ausencia de ella se convertiría en su ausencia propia, el dolor en su dolor. La existencia de una luz, royendo sus entrañas, devorando su carne, bebiendo su sangre, mil y cien gusanos carcomiendo su mente, regurgitando la imagen sola de su rostro. La melancolía de su compañía era en lo único que podía pensar, era la sed y el hambre, la urgencia, la desesperación, una locura próxima a la muerte. Habría traicionado las vidas de todos sus hombres, por la mano de aquella delicada sirvienta, desconocería patria alguna más que su regazo, haría arder naciones y palacios por su sonrisa, destruyendo todo a su paso, se haría camino a otros mares, lejanos cual firmamento, a donde nada ni nadie les hallasen, un puerto donde encontrar calor al fogón de una vida nueva, inmolaría todo cuanto era, todo cuanto poseía, todo cuanto lo rodeaba, por ese preciado tesoro.

Moza si bien lejana de altura y alcurnia, corriendo descalza por las cocinas sucias del Castillo, seguramente lo más bajo de lo bajo en cuna, de naturaleza simple y aun así, su luz pura iluminaba cuanto abismo desdichado. Sus cabellos eran el sol en el oriente al alba, fuego llameante, su piel nívea arena blanca y marfil pulido, sus grandes ojos fijos: el azul profundo de la mar al medio día. No habría tenido más de diez y tres años, quizás un poco menos, delicada como la porcelana y al mismo tiempo salvaje como las mareas. Una sonrisa tan cálida como todos los fogones del castillo, ardiendo al mismo tiempo, un aura de tierna pluma y hálito de demonio entresoñando. A su paso tersase el mundo entero con el aroma dulce, a flores frescas, que dejaba a su paso, titilando.

Advenido el estrépito de la mañana, a pesar de que la luz solar ni se asomaba, todos los mozos de cuadras y mancebos de servicio desayunaban apostados en el suelo de las cocinas, comiendo farinetas de harina amarilla, sobrecosidas, pegajosas y desabridas, acompañadas de buches grandes de vino de granillo rosado. Las mozas atizaban los fuegos y comían de pie, en un revoloteo de parvada, alistando todo para el desayuno del resto del servicio y el fogón especial del señorío. Prestó Deniz especial atención a todo esto, olvidado de su misión de guerra, y concentrado en encontrar a la doncella de su corazón. Presuroso terminó el engrudo en una bocanada, se limpió la boca con un trago de vino y se puso a la orden de la matrona de cocina; con la esperanza de toparse de frente con su amada. No sería tarea sencilla, ni para el príncipe del Väktare.

 Se ofreció a repartir la comida para el servicio en el salón bajo, ahí ayudó a servir y entregar gachas, pan de mimbo y unas pocas hogazas de carne, para una veintena de personas, en cada mesa, sirvió, según sus cuentas, a cinco hileras de cinco mesas cada una, eso hacía que más de quinientas personas de servicio, desde mozos, mucamas, barrenderas hasta jinetes de su majestad, a la hora del desayuno. Eso era sólo al turno primero, para lo que debían prepararse a salir horas antes que el señorío. Comían y se iban siguiente turno, canteros, carpinteros y ebanistas, herreros, cocheros y guardias nocturnos, diez en cada mesa, doscientos cincuenta de ellos. El último turno, la alta guardia, los soldados y los tenientes de Blāk ṭavar, diez hombres fornidos sentados a sus anchas en las amplias mesas de tablón, para ellos se sirvieron jarrones de Vino caliente, mazamorra de granillo blanco y leche de cabra, lonchas grasosas de pantorra corva, hogazas completas de pan de mijo y semillas de sol y leche fermentada de yak a llenar. Mil hombres al servicio de su majestad, mil hombres en su contra, mil hombres dispuestos a matarlo, pero más importante, mil hombres entre él y la doncella de porcelana.

Dos horas le tomó por completo y al final de ese turno estaba hecho trizas, le temblaban las rodillas, los brazos acalambrados, las manos ampolladas. Fue enviado directo a las cocinas, a seguir con la tarea del día anterior, acarreando aguas y atizando fuegos, un corretero tortuoso y constante, plagado de insultos y azotes de ingratitud. El tiempo le parecía en pausa, por más que trabajaba, sólo veía apilarse más tareas en su espera. Rendido, agotado y furioso, se dispuso a acarrear un par de cajas de vino de Rhyn al comedor, ahí pudo ver ocupadas, sólo cinco mesas con diez comensales, la guardia matutina habría terminado sus rondas y el ocaso estaría sólo a una hora de distancia. La tortuosa corretiza de la cena estaba cerca, y la desesperanza empezó a surgir en él, no había visto ni de lejos, a su doncella. Al cumplir su encargo y dejar las cajas de vino, dos Amas del comedor le instigaron a hacer una nueva tarea, debía subir al segundo nivel, para entregar bocados a los que montaban guardia. Era una oportunidad invaluable para hacer un mapa de la zona, de los guardias apostados y de los accesos a las almenas y torretas. Entró por una garita elevada a un muy angosto camino de ronda, en la entrada hacía un adarve cubierto había dos guardias, gustosos tomaron de los bollos y lonchas de embutidos. Le hicieron caminar por todo el adarve y le indicaron las paradas que debía hacer, cinco guardias en la primera torre flanqueante, otros dos guardias en la siguiente entrada a un segundo adarve, a la siguiente torreta, dos guardias a la entrada, seis arriba en la torre y dos a la salida, notó que a cada paso más cerca del castillo de los nobles, se incrementaban tres guardias por estación, primero once, luego catorce, diecisiete y por último veinte, veinte guardias de élite resguardaban la entrada al castillo de los Reyes del cuarzo, a sus espaldas un patio de armas y una ermita lujosa resguardada por dos guardias más. No pudo avanzar mucho más, habría despertado sospechas, cuando daba en mano los últimos bollos, embutidos y queso a los hambrientos guardias de la capilla, escuchó un chillido violento a sus espaldas, una corretiza entre una mujer que gritoneaba entre los arcos del patio. “marzanny! marzanny!” decían sus alaridos. Los guardias reían, por lo que entendía del idioma, la mujer gritaba por algún ratón, uno de los guardias dijo: “el ratón se ha escapado del nido de nuevo” y el otro replicó “hoy día estuvo escondido por el suficiente tiempo”. Deniz no pensó mucho al respecto y se prestó a volver, esos mismos guardias le hicieron cruzar una puerta hacia una almena descubierta que lo llevaría desde ese patio hacia la primera garita directamente.

Un atajo, un punto nuevo en el mapa del castillo, pensó para sí, a sus espaldas la mujer aún gritaba en pánico. Desde la almena se podía ver al horizonte, el cielo sonrosado y las nubes se teñían al fuego del ocaso que se aproximaba, se podía oler el salado descaro de las olas que rompen a contra roca y escuchar el ronroneo de la marea, una suave estela del azul profundo se veía a unos cuantos pasos y por segundos Deniz estuvo de nuevo en casa. Sin pensarlo, se detuvo, se detuvo a empaparse del rumor de la mar, a bañarse en su cercanía. Respiró profundo, como para llevarse un poco de la brisa marina consigo y decidió seguir su camino, cuando ahí, en esa inmensidad, la miró. Aferrada al horizonte tanto como él, descalza, con un camisón que era más un harapo viejo que ropa, con el cabello suelo y salvaje, flotando con la suave brisa, llenándose con el perfume de las mareas. Sus ojos infinitos, casi sin parpadear, para no perderse un solo instante del ocaso. Arrebol de fuego y mareas. Emanaba una luz más incandescente que la del sol, un velo rojo que cobijaba la almena, incendiándolo todo. Y el cómo la polilla, sin darse cuenta, se acercó hasta que su ilustre pena, lo quemaba. Ya la tenía de frente y él no podía decir palabra. Ella recién percibía su presencia, le sonrió y saludó con la mano, cual amigos desde la infancia. Era la sed, exasperada y dominante, le reconcomía todo instinto, olvidaba todo de sí, para convertirse en su sombra. No existía ni el tiempo, ni el sonido, nada los rodeaba, eran Deniz y la doncella en todo el vasto mundo. Cascó de sopetón esa bella sonrisa un estrépito de rayo “¡Marzanny!” hizo eco ensordecedor en la almena. El tiempo se rompió en mil pedazos, y sus cristales quedaron regados por el suelo. Él dio la vuelta a mirar la puerta de acceso y vio a la misma mujer gritando y agitando sus brazos violentamente, mientras gritaba desde el fondo de sus pulmones, una mujer avejentada, de unos cinco y treinta, con la piel erosionada y reseca, manchas de varicelas, bastas canas en las cejas y unos grandes ojos grises que aún conservaban la lozanía de su juventud, no era realmente tan vieja, pero su semblante reflejaba una vida difícil. Deniz volvió la mirada rápidamente, para encontrar un espacio vació y el sutil fantasma de la doncella, entrando a toda prisa por el umbral de una escalinata.

“Mancebo, tú el mancebo de cocina” vociferaba directamente a Deniz “¿mancebo, te habéis encontrado a Marzanny en tu recorrido?” — “¿Marzanny, mi señora? ¿Desea que cace yo ratones? A tiempo de dos días llegué al castillo y mis tareas son muy variadas, si lo desea mi Señora yo lo haré.”—“¡Marzanny! ¡la niña pelirroja y harapienta! .”—“¡Ya veo que eres nuevo! Aún no has tenido que lidiar con esa rata escurridiza” Deniz como por puro instinto, comenzó a mentir “no mi señora, no he visto a nadie desde que salí por la misma puerta que su gracia”. La mujer sacó un resoplido desesperanzado e iracundo, más como un bramido que suspiro. “¿Mancebo cuál es tu nombre?” Deniz sintió el pánico acumularse detrás de su garganta y el aire escapársele del estómago, tembló un poco y las rodillas se le vencían, por un segundo casi responde ‘Deniz’ dejando al aire su identidad, pero recobró la cordura en el último instante y recordó que, mientras estuviera dentro del castillo, su nombre era otro. “¡Ngharreg!” dijo casi gritando “Ngharreg Blentyn, para servir a mi señora” la mujer pareció complacida y le preguntó “¿sabes leer Ngharreg?” –“sí mi señora, sé leer y escribir” — “¿Quién lo creería Ngharreg, un erudito y reducido a mandadero de cocina? Necesito que vayas directamente a cocinas, que preguntes al Ama si ha visto a Marzanny rondando el jardín inferior otra vez, y que, quedas relegado de tu cargo por orden de Lady Arglwyddes, que yo te necesito para que la busques por todo el castillo si es necesario, te reportarás conmigo en el ala superior del Torreón deGlainne” –“Haré como usted mande mi Señora”.

Deniz no podía creerlo, le era increíble, le estaban dando rienda suelta a hacer lo que él deseaba hacer.  No sólo podría usar su tiempo para corretear con la doncella lechera que él tanto deseaba, sino que podría ir de arriba abajo sin levantar sospechas y encima le había dicho, su nombre: Marzanny. Lady Arglwyddes lo condujo a una pequeña estancia de regreso al patio de armas, le escribió una manda en un trozo de papel que firmó y selló con un anillo grabado de la casa Flinglainne, una casa venida a menos, de la misma línea real de los Albann; Deniz debía leerle esa manda al Ama de cocina que apenas sabía escribir su nombre y a los guardias del Alto castillo que le pusieran resistencia; Lady Arglwyddes debía ser una prima segunda del lado materno, del rey y si era capaz de ganarse la confianza, él quizá podría acercarse para acecharles. Podría por un corto tiempo mantener el equilibrio entre el deber y el deleite.

Así hizo, corriendo como el rayo, guardando cada segundo para sí mismo, en pos de Marzanny. El Ama de cocina pareció molestarse, la ayuda en los fogones no era prescindible, pero no hizo más nada que gruñir. Y así Deniz emprendió sus pasos a husmear por el castillo, por los intrincados corredores y sus galerías coloreadas de un pigmento azul álcalis, con altísimos cielorrasos blancos, fábulas mitológicas cinceladas en mampostería y bustos labrados de marfil, con cientos de gélidas caras de los reyes antiguos, suntuosos, abrumadores y derrochadores.  Los reyes Albannos no escatimaban en pompa y opulencia, era notorio que, para la dinastía, el ostento era símbolo de poder. Bibliotecas, galerías, jardines, hasta los cuartos de bordado eran increíbles muestras de caudal. Deniz avanzó por doquier, pero, ni rastros de Marzanny. Mientras más buscaba, más desesperación sentía, le invadió el miedo de no encontrarla y de ser removido de su cargo. Un par de horas tras la puesta de sol, sintiéndose derrotado y abatido, Deniz entró por una puerta que conectaba una escalera de servicio a las cocinas, admitiendo para sí mismo su fracaso, regresaba a los fogones, cuando escuchó un leve rumor que hacía eco en la escalinata. Más un murmullo que una canción, un balbuceo vibrante que no tenía letra, lo siguió al reconocerlo por un estrecho saliente de un ventanal dividido por tracería en forma de rosa. Ahí la vio, trenzándose los mechones de cabello salvaje, bañada por la oscuridad de la noche y adentrándose en la penumbra de la luna. Casi una gárgola, fundida con la piedra, tan perteneciente a la negrura de la noche, tan parte del castillo, como los bustos de marfil. Deniz quedó petrificado nuevamente, hipnotizado con el rumor arrullador de su canción.

Debió estar ahí, de pie, por horas y horas, así mismo estático, fusionado con la callada roca y la cantera tallada, como ella. Se columpiaba peligrosamente en la cornisa, al ritmo de su canción, balanceándose con los pies al aire, casi bailando con el alto vació que le presentaba el horizonte, hacía el mar embravecido y las rocas de la costa. Las nubes que vestían la luna la desnudaron, y la luz que emergió en ese momento, descubrió a Deniz de su discreto escondite de sombras. Marzanny le miró fijamente y, con una sonrisa suave, firmemente –“me encontraste” – le dijo con una certeza natural –“siempre les envían a buscarme, pero nadie me había encontrado, has ganado; pero como nunca había pasado, no tengo ningún premio para darte. Ven, siéntate a mi lado” – “No deberías sentarte ahí, es peligroso” – respondió Deniz –“estaré bien, no me caigo, ven conmigo, no tengas miedo” – Era como si su voz lo empujara y antes de que se diera cuenta de lo que hacía, se precipitó, meciéndose cerca del abismo, y en nada ya estaba sentado a su lado. –“Marzanny” –preguntó Deniz sin pensárselo mucho –“¿Por qué te escondes?” – Ella arrugó la nariz con un gesto muy discreto, parecía que nadie nunca le había preguntado eso –“porque no quiero estar allá arriba” –dijo señalando hacía el alto Castillo. –“No me quieren ahí, pero no me dejan irme, me golpean, me gritan y a veces me quitan la comida, quieren amaestrarme, como a un perro” – dijo sumiéndose en la lobreguez del cielo nocturno. A Deniz se le heló la sangre al escuchar eso, pensó que quizá era una criada comprada, no más que una esclava y por eso eran tan crueles con ella. –“¿Vas a llevarme con la urraca?” – preguntó –“¿urraca? ¿cuál urraca?” – preguntó Deniz a su vez –“Lady Arglwyddes, ella fue quién te ha enviado a buscarme ¿no es así?” – Deniz no sabía que contestar, por un lado, debía, por otro, pasarían sobre su cuerpo moribundo, antes que permitirles lastimarla –“No, si tú no quieres, no quiero que te hagan daño” – respondió honestamente –“te buscarás muchos problemas” – dijo Marzanny. –“No más que tú” – replicó él. Ambos pausaron, y se enfocaron en el sonar de las olas rompiendo contra la roca, suspirando. –“Te prometo que volveré a ella, cuando suenen las campanas de la media noche, puedes llevarme. Sólo, quédate conmigo hasta entonces… a veces me canso de estar sola, siempre he estado sola y, la parte más difícil, de todo esto, es estar sola” – dijo Marzanny. –“Me quedaré contigo, tanto tiempo como tú desees”. –  respondió Deniz.

Estuvieron en silencio por un tiempo, sentados en la oscuridad, con la mirada fija hacia el horizonte. Deniz sentía el palpitar de su corazón, como atorado en la garganta y las manos heladas, temblorosas y sudorosas. Ella lo notó y le tomó la mano, Deniz se crispó como un gato asustado y Marzanny se rio. Mientras se sonreía dijo –“niño ¿cómo te llamas? Eres nuevo, pero no puedo decirte niño nuevo para siempre” –. Para siempre, para siempre, para siempre; se formaba el eco en la mente de Deniz, ensoñaba con ese mismo para siempre. –“Den… Ngharreg, aquí soy Ngharreg”– ella soltó una carcajadilla baja –“ ya veo, así como, yo aquí soy Marzanny” – Deniz la miró confundido, por un momento se sintió como si ella supiera más de él, que él de ella.


–¿Por qué te llaman Marzanny?

–Porque no me quieren. Porque no soy más que un ratón que les roba las migajas de comida. Les gusta culparme de todo, hasta de que murió mi madre. No me dejaba sentarme a la mesa a comer, no me dejó nunca jugar con mis hermanos. Me dejaron a cargo de la Urraca tan pronto como pudieron, para que me ‘domesticara’. Cuando me equivoco me golpean con una vara delgada– dijo abriendo las palmas de las manos, mostrándole a Deniz diversas cicatrices con distintos niveles de sanación. Había algo en su mirada mientras decía eso, una frialdad, una imperturbabilidad aterradora, una calma espectral que hizo helar la sangre a Deniz. A ella no le dolía, no le entristecía, no le provocaba absolutamente nada. –A mí también me culpan de lo mismo, mi madre murió cuando yo nací y mi padre siempre me dijo que yo era el asesino, siempre me ha dicho que tengo sangre de asesino. No tengo hermanos, no que yo sepa, yo nunca jugué con nadie tampoco. – Nunca lo había dicho en voz alta, decirlo, lo volvió un tanto más real y la voz se le quebró al decirlo. –Seamos ratones juntos– interrumpió Marzanny al escucharlo, apretándole la mano fuerte –Creo que yo más bien soy una rata– respondió Deniz, mientras ambos carcajearon juntos, para luego quedarse en silencio, Marzanny se acercó para acurrucarse ligeramente sobre el hombro de Deniz, que en altura le llevaba un saco de cabeza, todo parecía cambiar en el color de la noche y ella le dijo – Mi hermana, la mayor solía decir, cuando yo era pequeña; bueno más pequeña, que mi Madre siempre repetía “Lo que no puede decirse, se canta”, cuando no puedas decirlo, cántalo– y después de un corto silencio, prosiguió con su tarareo inicial, un rumor quedo, arrullador, cíclico, repetitivo y sin letra, que a Deniz le pareció tan dulce como un saludo y tan triste como la despedida.

La oscuridad se aferró a ellos, se sentía que ninguno deseaba que aquel momento llegara a su fin. Se respiraba una comodidad insospechada, como si se conocieran desde siempre, como si sólo recuperasen el tiempo tras larga ausencia, como si ya supieran todo el uno, sobre el otro. Quizás porque, por primera vez en largo tiempo, tal vez su vida entera; no se sentían solos. Ambos eran nueva sensación, de tierra firme tras larga travesía, para el otro. Una paz insospechada, una calma abrazadora, un silencio adormecedor.

Bella calma fue interrumpida al estruendo de la media noche, las campanas en todas las torres resonaron. Y ambos forzados fuera del sueño, el dulce sueño de la libertad. Marzanny dio un suspiro profundo, en un movimiento rápido se puso en pie, y le tendió la mano a Deniz para ponerse en pie, caminaron un poco, fuera de la oscuridad de la cornisa, lejos de la saliente hacia un pasillo con ventanales iluminados subieron la escalera de servicio hacia un balcón sin puertas abiertas, ahí se colaron por una ventana que no estaba bien cerrada, entrando a una sala que a todas luces era asentamiento de los altos nobles, forrada en mármol pulido, bustos de alabastro y perfiles retratados en Onyx. Una poltrona circular al centro de la habitación decorada con múltiples cojines y un juego de mate, con una tetera de oro, volcada sobre los cojines, así como si no valiera nada. Repentino pánico invadió a Deniz –“ ¡Marzanny no podemos estar aquí! Nos azotarán si nos encuentran”- Dijo con voz entrecortada y temblorosa –“Sí podemos”- respondió ella, mientras caminaba muy segura de sí misma, directo hacia un corredor principal. Abriese ante él, una amplia galería de cieloaltos inmensos, con frescos de guerra pintados en el techado, candelabros de cuarzo iluminados por lámparas de aceite labradas en oro, todo sostenido por gigantes columnas corintias, con hojas de canto y rosetones de plata sobre el capitel. Se extendían cinco puertas a cada lado, cada una resguardada por esculturas de mármol de, lo que parecían ser antiguos reyes Albanos. Deniz dudaba dar un paso, sentía que su sola presencia manchaba de mugre los prístinos pisos de un palacio tan espléndido como lo era ese, como él nunca había visto, Marzanny lo sujetaba firme y sin titubear, caminó con sus descalzos pies llenos de suciedad por la galería, al final de esta, una puerta de álamo, labrada en ebanistería y con alicatados de cuarzo de distintos colores, incrustado por sus marcos, pintando una escena de cacería, de lo que podría ser una historia mítica, una doncella posada sobre un sauce gigantesco y un cazador apuntando a un ciervo. Marzanny se plantó firme frente a la puerta y tomando la mano de Deniz, sujetó su propia muñeca y le dijo- “me resistiré, ríñeme y no me dejes ir”- Deniz no tuvo tiempo de procesar lo que le había dicho cuando ella ya había llamado a puerta. Esta se abrió de par en par, por dos guardias que aposaban dentro, inmediatamente Marzanny se echó hacia atrás y trató de huir, Deniz forcejeó como para hacerle entrar.

Adentro una cámara inmensa, una cúpula avenerada, con mosaicos azules y dorados, colgaba un candelabro que parecía estar hecho de diamantes, aluzaba toda la estancia con veinte lámparas de aceite, se extendían dos hileras de sillones a cada lado, almohadones azules con finos bordados dorados, unos cobijaban a músicos distintos que sostenían instrumentos musicales de cuerdas y metales, incomprensibles para él, al menos cuarenta sirvientes con servicios en sus manos, esperando firmes, casi sin parpadear, dos bailarinas esperaban la orden de bailar de nuevo, sujetando velos traslucidos que cubrían parte del suelo alfombrado.  Todo apuntaba directo a un camastro circular enorme, a lo lejos de esa avasalladora cámara, ahí  se podía ver reposado sobre su costado izquierdo y fumando de una pipa Sefralí, a un hombre alto, fornido, envuelto en un batón dorado que hacía resaltar una melena rizada y castaña, una barba tan larga que debió llegarle hasta el ombligo, tan grande era la cámara que Deniz no era capaz de verle la cara. La conmoción de Deniz fue interrumpida por el risotón furibundo de Lady Arglwyddes –“Pero no me lo creo que lo has logrado, hijo, Ngharreg, me siento orgullosa de haberte encomendado esta tarea, yo veo algo especial en ti mi muchacho”- “le agradezco mi señora”- dijo Deniz pujando, aún en plena lucha contra Marzanny. Dos guardias intervinieron y sujetaron a la combatiente Marzanny de los brazos de una manera abrasiva, Deniz no supo más que ayudar a levantarla y Marzanny discretamente le susurró al oído “Descuida, todo irá bien”.

Marzanny se puso de pie, ya sin resistencia, con una expresión de irredimible satisfacción, nulo arrepentimiento y osadía desafiante. Lady Arglwyddes escoltó a Deniz de regreso a la galería, le indicó el camino de regreso y le dio prenda para que los guardias le dejaran pasar por doquier, la inmensa puerta se cerró a sus espaldas y en un último vistazo pudo ver al hombre del batón dorado ponerse de pie. Deniz sintió un calosfrío recorriéndole desde la punta de la cabeza a la punta del pie. Temió todo en ese momento, temió por Marzanny, temió por sí mismo, temió perder los bellos sueños que recién había tejido. Pero al escuchar aproximarse el paso firme de los guardias, no pudo más que salir corriendo de regreso. Volviose a las cocinas, donde ya todos estaban durmiendo, se postó en el suelo del jardín, junto a la fuente, en la misma posición que sólo un día antes había visto por primera vez a Marzanny, deseó nuevamente y con todas sus fuerzas, sentir el suave toque de sus manos, el rumor tranquilo de su arrullo, deseo una vez más ser aquel conejo que ella mimaba tiernamente en su regazo, y él mismo tarareó su nueva nana, más un murmullo que una canción, un balbuceo vibrante que no tenía letra.

Parte II

Parte I

jueves, 7 de marzo de 2024

Deniz II

 


II

Hubo llegado a cumplir catorce años; el cuerpo con reminiscencia de un hombre, con ojos verdes turquesa, repletos de frialdad desolada, ojos asesinos, quemazón de viento su cabello encrespado y su piel curtida de sol y sangre, aura espectral que brillaba al resplandor de la luna. Fantasma de sigilo y silencios, asesino patas de gato, el niño Rey, maestro de los mares, espectro de las olas, niebla homicida de la noche, brioso guerrero mudo. La guerra palidecía al escuchar su nombre, nada hacía temblar su espíritu y como todo mancebo impetuoso, sintiéndose conocedor del mundo entero, de cada detalle de los mares y todos sus recovecos, petulante, altivo y altanero.

 Una noche de verano, la calma en la mar parecía alarmante y el sonido del silencio se escurría por toda la costa del puerto de Pantai Angin; dormían todos sus habitantes, embelesados por la calma nocturna. Para la flota una noche cualquiera, una misión constante. El castillo Kvārṭj kōṭa centelleaba, aluzado por la luna y la mar dormida, mientras sus poderosos reyes de los cuarzos y diamantes soñaban con descubrir más minas, con erguir ascendentes torres de riquezas, nadar en baños de piedras preciosas y cosechar los frutos ocultos en la tierra.

 Pantai Angin la ciudad capital del Reino de Albann, se extendía en una amplia bahía que era rodeada por un muro de acueducto, tenía tres entradas a la ciudad con ocho guardias cada una, la primera era la entrada del Kvārṭj kōṭa  y en sus cavernas guardaban sus barcazas mercantes y de uso común, la segunda era la entrada Zlatna Porta al puerto de comercio y un laberinto de casonas y  posadas le enmarcaba, la tercera era conocida como Blāk ṭavar y era donde la guardia de los reyes del cuarzo producía sus armas. Diseñada para ser impenetrable, para proteger sus tesoros en lo profundo de sus bóvedas en el subsuelo, la nunca saqueada ciudad de diamantes y metales. Los Marinos decían que las mujeres de Albann podían cantar para las piedras y que, con sus encantados hechizos de sirena, las capas de la tierra simplemente se abrían, y tal como las lágrimas de un niño, de ella brotaban sin mayor esfuerzo sus tesoros preciosos, el hierro, el oro, las esmeraldas, el cuarzo cristalino y los diamantes. Diseñada para acorazarse de ser necesario, caracol encaparazonado de riquezas. 

 La misión, aunque complicada, si bien planeada, sería rutinaria, el sigilo y la oscuridad de la noche protegerían a todos los corsarios. Pantai Angin necesitaba de una incursión más prolongada, no sería presa fácil, virgen pulcra jamás perpetrada, no caería ante el brazo hosco del grito de guerra, ella sería conquistada con besos, cantos y poesía, hasta que sus tesoros quedaran al desnudo por voluntad propia.  Deniz, Har y sus capitanes organizaron una mascarada que develaría los misteriosos rincones de Pantai Angin. Cuatro semanas en total, antes del ataque, se dividirían en comparsas de diez hombres, fingiendo ser civiles, mercaderes, mozos de cuadra, aprendices de herrero, carpinteros e incluso mendigos suplicantes. Hombres de baja cuna y poca monta, tratando, como cientos de otros de hacerse del pan al buche día con día. Invisibles a los ojos pudientes y avaros, sigilosos como las ratas corriendo por las callejuelas, ignoradas por los altivos caballos.

Sobre los hombros de Deniz pesaba una misión individual y particularmente intrincada. Iría directamente a tocar la puerta del rey Albanno, como cucaracha, se acercaría tanto como le fuera posible, para saquearle moronas de pan de debajo de las narices, el único que sería capaz. Se haría pasar por un mozo de cuadra que, con aires de buena suerte, sería más útil en el castillo, porque, había aprendido a leer. A los ricos y trompudos les viene en gracia el lastimero cuento de los desvalidos que rascan sus caminos hasta un peldaño un tanto más alto, pero no tan alto como hacía sus cumbres. Se compraron ropas, se empolvaron de aires locales y practicaron los acentos vulgares de sus personajes. Una vez estuvieron todos listos Deniz mismo de su puño y letra, escribió una carta de recomendación fingiendo para sí ser un mercader de telas, enorgullecido de un mozalbete pródigo que haría mejor sirviendo bajo el techo de su alta majestad. Los palacios son vastos y repletos de tareas, necesitan manos extras de día y de noche.

Entrar a la ciudad no supuso ningún problema, las caravanas comerciales eran parte del ir venir diario, para bandoleros de alto oficio, era una mentirilla vana y, dentro de Zlatna Porta estaban. Atravesar Blāk ṭavar no fue tan sencillo, le interrogaron tres veces, le escurcaron el cuerpo y sus rincones un par, y finalmente tras demostrar que era capaz de leer, de dejaron cruzar el umbral hacia el castillo Girazi Dijamant le llamaban. En tiempo de nada, ya le habían hecho firmar un tratado, serviría seis días y descansaría el séptimo a partir de la fecha de inicio para que pudiera bañarse, podría comer dos veces al día y dormiría en las cuadras de sirvientes, junto a los establos de caballería. Le uniformaron y de inmediato le enviaron a las cocinas a acarrear agua de los pozos. Para sus adentros reía, porque toda la farsa le parecía un juego entretenido, él era un actor y el resto, sus espectadores. Diez toneles de agua se llenaron, treinta arpillas de poroto azul, un cuarterón y medio de cebollas, para cuando llegó a cargar las tres lechonas de monte sobre su espalda, ya sudaba a ríos y el juego no le parecía tan divertido. Las amas de cocina, además, le proferían insultos de los que todo bucanero se sentiría orgulloso, si no fuera porque, le parecieron familiares, tal vez se habría sentido ofendido. De primera impresión le abrumaron las mujeres, que no eran doncellas de cama, espejos de piel y carne de los mismos marinos gordos, ebrios y violentos que eran sus hombres, curtidas por el fuego maléfico de cincuenta fogones al rojo vivo, robustas, de manos rugosas, con los cabellos envueltos en bonetes blancos y delantales desgastados, echándose a las espaldas cestos llenos de tubérculos de agua, mientras arrastraban calderos de hierro forjado, como si fueran simples almohadones de plumas. Pero en unas pocas horas, era como si nunca hubiera bajado del barco. Las lavanderas eran chismosas y altaneras, las cocineras hoscas y de temer, las flacas y temblorosas barrenderas eran similares a ratas de nueces, siempre correteando a rastras para limpiar más y más. El resto de los hombres le venía lo mismo, groseros, sucios y ajetreados, el castillo no se hizo más que un barco que no podía moverse. Bien entrada la tarde, mientras él mismo correteaba al llamado de los toneles de agua limpia, descubrió un descanso abierto, un inesperado jardín con una fuente cristalina, entre medio de las cocinas y las conejeras. Plagado de flores, de aves que no conocía, árboles frutales y el aroma de cientos y cientos de hierbas para especiar.

Ahí, de manera insospechada, el sonido, el tiempo y la luz, se detuvieron. Era como si hubiera sido golpeado por un rayo, una aparición, era luz silenciosa, una visión de fuego y agua. Centelleante como un volcán, pálida como la nieve y sigilosa como el andar de un río. Sentada, inadvertida del mundo que corría a su derredor, ella todo al mismo tiempo, fuego, agua, el mar, la nieve, los desiertos, el amanecer y el ocaso. Descansaba postrada en la fuente, en su regazo un conejo de pelo caramelo, con un vestido de lechera simple, un paño bordado de flores en su cabeza, un delantal avejentado y con los pies descalzos. Un tanto más pequeña de lo que debería, con la piel blanca como leche, el cabello rojo como los atardeceres, delgada, casi frágil como las hojas secas, unas pocas pecas sobre su nariz delicada, de labios gruesos y tersos como botones de rosa y sus ojos, unos ojos enormes y redondos, del azul más profundo que se vio en los mares,  hondos, abismales, penetrantes, intensos, brillantes como la luna y las estrellas, dulces como los cantares de la lluvia, insoldables como cielo nocturno, creadores de un desconocido averno, en el que Deniz, ya había caído. Cantaba un arrullo, sin letra, más un murmullo que una canción y remolineaba el pelaje del conejo que dormía plácidamente en un paraíso inimaginable, Deniz deseó y profirió a los espíritus del cielo o a los demonios del mar, desaparecer de todo lo que era y despertar como nuevo, habitando el cuerpo de aquel conejo. Deleitándose en el placer del paraíso, existiendo sólo, en los brazos de aquella joven doncella. Estuvo de pie inamovible, sin respirar por lo que pareció una eternidad, pero no el suficiente tiempo, no, no era el suficiente tiempo. Ni su cuerpo cansado, ni sus manos temblorosas, ni los gritos a sus espaldas lo hicieron moverse un poco. El tiempo no avanzaba, el mundo entero ya no existía, en todo el universo, sólo quedaban él y la doncella. Y sin esperarlo, aunque deseándolo, ella elevó su mirada y la clavó en él. La sangre se le subió al rostro y su piel se crispó como la de un gato, había quedado expuesto al descubierto y con la guardia baja, deseó correr, pero no pudo mover un dedo, no podía desviar la mirada, aquella fuerza era muy poderosa, lo sometía, lo controlaba. Sintió sus rodillas desplomarse, aunque seguía de pie, cuando ella, tiernamente, esbozó una sonrisa hacía él, le saludó aleteando la mano y asintió, como si lo conociera de toda la vida y él, torpe y descontrolado, con un nudo en la garganta, manoteó de regreso. En un segundo vivió toda una vida, se miró a sí mismo, acercándose a la doncella, conociéndola, él le contaba historias, ella le cantaba canciones, en un instante ya eran sol y mañana, él abandonaría la misión, se quedaría a servir en el Castillo, se apropiaría de esa identidad que ya no sería falsa, ella se hablaría de sí, de su familia, le enseñaría a ordeñar vacas y más de su oficio de sirvienta. Crecerían juntos, se harían mayores, se prometerían el uno al otro. En un parpadeo, él ya sería todo un hombre y ella una mujer, se desposarían rodeados de la gente de palacio, vivirían ahí dentro, resguardados en sus murallas, nacerían sus hijos, de su sangre y de su carne, con los ojos de ella y la piel de él, con su sonrisa, hijos que no imaginarían en sus sueños salvajes dominar los mares, hijos de tierra firme, acogidos al calor de su cama y sus risas juguetonas. Crecerían, serían hombres y mujeres de bien, les amarían, tendrían a sus propios hijos, rodeados de paz, de calma. Envejecerían juntos y estarían el uno para el otro hasta el último de sus días.

Sueño hermoso, de una vida hermosa, interrumpido al sopetón violento de una palma contra su nuca, lo transportó de regreso a la realidad del mundo, la maestra de cocina le gritaba y le escupía porque el agua era necesaria en la cocina, él tardó en reaccionar y volteó su mirada a buscar a la doncella que reía un poco en bulla mientras trataba de disimular.  Moliese en pedazos las rizas un estrépito, estallido violento de la voz ronca de una mujer, que encaminada directamente a la doncella manoteaba reclamante. La doncella se puso de pie en un sólo movimiento y la sangre le puso la cara roja, a jalones y tirones la mujer de voz ronca la obligó a salir del jardín, sus deberes tampoco estaban cumplidos y habría de pagar las consecuencias por escaparse de nuevo. Deniz se sonrió un poco antes de ser reñido por la maestra cocinera, nuevamente.

Corrieron ambos presurosos a sus respectivas labores, sonriéndose el uno al otro en complicidad traviesa, se despidieron sin decirse nada y el flujo del tiempo retomó su curso. Pasó el día a corretones y zancadas para terminar las labores, no sentía el hambre ni el cansancio, avanzaba sin darse cuenta, como hipnotizado. No bien llegada la noche, no podía dormir, aunque su cuerpo no pudiera ni moverse, agotado. Su mente volaba lejos, a otra parte, como descifrándose el castillo, para sí mismo, más ahora, desinteresado en sus riquezas y tesoros. Destramando el laberinto de lo desconocido, para encontrar de nuevo a aquella joven doncella. Volaba con su mente entre los pasillos y rincones, buscándola, tocando en cada puerta, llamándola por un nombre que aún desconocía, intoxicado por la obsesión de volver a verla. El palpitar de su corazón se le subía a la garganta, olvidó todo lo que conocía, su padre, su nación, su flota y su valía, nada ya importaba, nada ya existía. Un mundo, un universo nuevo se tendían frente a él. Una vida con la que soñaba, una esperanza en el horizonte.

PARTE I   

Arte

Deniz

 


I

 

Nació a la sombra nocturna de la magna luna Nyth bañada en sangre, mientras la segunda luna temerosa titilaba aurea  y sigilosa. Gritos y llantos plagaron el aire, aluzaron la vida, que no da nada sin recibir a cambio; pagada con sangre su entera existencia. Le cobró a su madre, muerta entre lágrimas, sonrisas y un golpe sordo que decía - “¡No te atrevas a morir! ¿me oíste? ¡No te atrevas a dejarme aquí, sin ti!”- Abrió los ojos a la luz, tras que ella los cerrara, ojos de esmeralda, cual mar en los arrecifes, y risos rubios, como el sol del medio día, aún bañados en sangre, de piel como la arena y labios finos, el vivo espejo de su padre cuando joven. Cada vena en su pequeño cuerpo acarreaba oleajes de agua marina en lugar de sangre, la piel era sal, los pies de espuma, le latía el pecho al son de las olas, más un pez que un niño, rebelde como la mar amarga, y en su delicada piel, perduraba aún el aroma su madre, que le nombró Deniz y cuya vida se esfumó en un sollozo.

Tenía el océano en los ojos, en el aliento y la piel, niño de agua, niño de navío, Príncipe pirata.  La mar se llevó lo que quedó de su madre, y la mar en su madre se convirtió desde ese instante, hasta el día que se extinguiese su luz.  Su padre gobernaba los océanos y sus mares, en las costas de toda la Tierra, temido y admirado por igual. El señor de aguas tormentosas, Gobernante de los maremotos y Väktare supremo de los barcos mercenarios del Bajak Laut, Sacro líder de dieciocho embarcaciones, Rey de legionarios proscritos, armadas hasta las negras velas sedientas de muerte, Har el rey bandido de los mares nocturnos, nombró a ese hijo nacido de entre la sangre y el sopor; Deniz Môr, La isla de luna oscura; aquél que matase a su madre para pagar su deuda con la vida. Creció por las noches como la marea, y sus arrullos fueron el vaivén de la mar en los cascos de su barco y el romper de las olas furiosas. La niñez no se sentía, las canciones no sonaban en la eterna espera de momentos de ternura, el veneno del odio, la guerra y la ira eran compañeros de juegos, a la sombra de posiblemente poseer una pieza de oro, un trozo de plata, un castillo naval en el infierno marino.

Las aventuras y las batallas eran eterno menester, los cuernos de guerra las nanas más arrulladoras, el mozo de cubierta apenas al comenzar a caminar, sostuvo mandobles hábilmente antes de perder los dientes de bebé, ya entre sus dedos corría la sangre de su primera víctima y recién cumplía ocho años. En los mercados portuarios de numerosas naciones; robaba diestro y sigiloso, lo mismo a los más altos señores como a los mismos pordioseros. Se volvió timonel de su flota cuando tuvo diez años, lo que le hizo sentir que ya era todo un hombre insurrecto e invencible. Navegaba entre maremotos y tifones a las diestras órdenes de su señor. El príncipe de la tempestad se cultivaba día a día en artes prohibidas de mercenarios marinos, venerado por los miserables, y no alcanzaba ni dos varas de alto. Era sabido que una noche, finalmente fue lo suficientemente hombre para acompañar a su tripulación a un saqueo en tierra firme, cauteloso y tan quedo como le fue posible se escabulló en una posada de marinos a pie del puerto, en sus adentros había al menos ochenta hombres negros con círculos blancos dibujados en la frente y figuras salientes como cuchillas pintadas en los pómulos de color rojo. Regado por el suelo un tesoro de diamantes y esmeraldas revueltos en sobras de un festín de ñu que; una colonia de ratas, mordisqueaban  ladronas, barricas vacías rodaban en el suelo  y un fuego  en una hoguera céntrica iluminaba  la estancia,  todos ebrios dormían despreocupados, algunos incluso yacían desnudos en los brazos de las mozas de cocina. El trabajo era simple, “apaga la luz y corta la garganta del líder”, un hombre gigante y musculoso ataviado en dagas y seis espadas sujetas al cinturón, se distinguía de los demás por una cicatriz inmensa en sus pómulos  en forma de media luna y a su lado izquierdo se reflejaba cual espejo. Un movimiento sólo y todo terminó, escurrió la sangre y se apagó la luz, todos sus vasallos entraron y dieron caza a todos los ilusos que dormían, se llevaron los diamantes y el vino que sobró tan rápido como un suspiro. Ardió la posada en un parpadeo, para cuando pudo recobrar el aliento el barco encallaba en un nuevo puerto.

Probado fue, que ya era un hombre, digno hijo del Bajak Laut. Cuando recién esbozó los doce años, su señor Väktare le dijo que para ser capitán de su propia nave tendría que ser un hombre real, de verdad, como el resto de la tripulación, cada palabra que salía de la boca de Har cargaba el peso de mil quintales a sus hombros, todo era siempre una prueba, siempre un reto, siempre un “quizá te amase si acaso digno fueses”, competía contra la dureza de las rocas, atravesaba todos los infiernos, sólo para entregarle a su Señor, lo que desease. Alzábase delante de él un nuevo reto, un risco sobrecogedor que afrontaría cuesta arriba, con miedo, un miedo nuevo como ningún otro. Zarparon presto hacía un nuevo confín, que abarracar en el puerto de Ytter Risya, una Ciudad mercante en la costa oeste de Rymon, en los trópicos sureños de la Alianza Kherrym. La más importante de los mares de Dazare, a lo menos un millar de habitantes con incontables riquezas, especias, animales de alta caza, frutos de tierras lejanas, comercio de esclavos, trueque de armas, mujeres, licores y telas exóticas.  Érase un puerto de gran belleza, mar turquesa, atardeceres soñadores y flores salvajes creciendo por doquier. Paraíso vedado y culto por mares y bahías tempestuosas.

 Caminaron por una avenida concurrida y ruidosa que se alzaba sobre la bahía, hasta llegar a una casona de piedra con techos de hojarasca de palma y vigas de cocotero, se abrió la puerta de madera y emergió una elegante mujer de suave sonrisa y ojos intensos, con la piel color de arena y el cabello castaño trenzado  y al hombro, caderas anchas, envuelta en seda transparente, amarrada por joyas lustrosas, tenía el aroma de la vainilla en su piel, sus labios brillaban como la miel al sol y sus pasos tersos la hacían flotar lentamente, como una mota de diente de león, a la deriva del viento.  Sin miras de pudor; besó a su padre y con una sonrisa cómplice, le ofreció entrar, arrastrando al grupo entero de hombres, como las corrientes, que sin darse cuenta ya habían atravesado por dos jardines custodiados por guardias gigantescos, con piel oscura y rasgos Manukhī, era una fuerza más intensa que la de la guerra, un maremoto más potente que el de un ciclón, era el potente golpe del deseo. En la estancia principal, la luz cobraba un color distinto, doce mujeres campantemente desnudas, juguetonas y seductoras, impregnaban el aire de dulzor fresco de moras enmeladas, en somieres a la intemperie, únicamente envueltos por doseles traslúcidos y maceteros de flores veraniegas, atendían a sus clientes con placer y júbilo.

 Las Doncellas de cama no le eran nada nuevo, en el barco; la tripulación entera contrataba oleadas en cada puerto, incluso había matado unas pocas embusteras que les quisieron robar sus joyas, su padre intentó convencerlo, en más de una ocasión de que un par de ellas pudo ser una buena madre, mejor figura de apego que él, sin duda, pero más nunca pudo verles como algo más que sirvientas errantes, como muchos otros, que iban y venían en los puertos. Sabía de sus labores, entendía sus andares, pero le parecían lejanos e indescifrables, como las personas que vivían en tierra firme.  Jamás antes se vio a sí mismo en presencia de actos carnales de frente, conservaba una inocencia que percibía desconocida, acallada por el ruido de la violencia y el grito de la muerte. Un temblor incómodo y sobrecogedor le recorría el cuerpo de arriba abajo. Tiritaba mientras fijaba la mirada en un punto muerto, alejándose de todo y todos los que lo rodeaban. Más nunca había temido así por su vida, su hombría y su valor siempre a prueba. Esta era una misión que no sentía el poder de cumplir.

Poco a poco desaparecieron todos los que lo rodeaban, lo condujeron lentamente a un patio jardín trasero, y en el fondo una cabaña pequeña, construida de barro y pedregales, más una cueva que una casa. Rodeada de enredaderas espinosas, coronadas con capullos blancos y a la vista saltaban mariposas de viento, revoloteando entre las flores. Abriese la puerta con un crujido, el cuarto circular estaba lleno de incienso y guirnaldas de flores secas, la luz era tenue, menos un punto central aluzado por un tragaluz en el techo, apuntando a un camastro redondo, con sábanas sedosas, alrededor vinos, fiambres y frutos varios, sí era una cueva, una cueva oscura, repleta de una magia extraña.    Ahí reposaba sobre un camastro de almohadones una cortesana particularmente hermosa, unos quince años, más una niña como él, que una mujer; con ojos ámbar y piel canela, de cabello negro y vaporoso que le colgaba hasta las rodillas, sus labios gruesos esbozaban una sonrisa un tanto traviesa, un mucho nerviosa, vestía nada más que collares sobre sus pechos morenos y vastos, se escurría un velo ligero y rojo entre sus piernas seductoras. Se puso de pie y quedó desnuda por completo, les dio la bienvenida y miró a su padre fingiendo lujuria de ninfómana, parecía repasar un protocolo recién aprendido, en su cabeza, buscando atraer y complacer.  El alto señor Väktare ni se inmutó, asintió solemnemente y le explicó que necesitaba que transformase a su hijo Deniz en un Hombre, del niño de pecho que aún era. Deniz se sonrojó y frunció el ceño avergonzado, era humillado nuevamente, se encogió de hombros y bufó silenciosamente. La cortesana asintió y dijo estar decepcionada de no poder acostarse con el poderoso Väktare, obra y gracia divina de los Mares; los despidió amablemente mientras la anfitriona condujo a Har al otro lado del caserío, hasta una cabaña majestuosa en el centro de un patio distinto. Antes de salir Har dijo, en tono recio a Deniz “No nos decepciones, no nos deshonres, no tengo un ternero de leche, he criado un hombre”. Ejercía su poder nuevamente, le daba a cargar un peso imposible, para alzarse encima de los inferiores como él, era el Väktare al fin y al cabo. Por fin solos y Deniz trepidaba incontrolablemente en nerviosismo, no era ajeno para él lo que iba a pasar, siempre escuchaba historias de marinos, prometiéndole la misma dicha y gloria, y a pesar de múltiples conquistas a barcos enemigos, del saqueo, la guerra y sangre derramada, de los tesoros que acumulaba en la bóveda de su nave y de la promesa de ser el futuro capitán de su barco, en ese momento se sentía ínfimo, diminuto, tal como niño, el niño que, por hecho, era. Se sentó en a cama de almohadones, tieso como esfinge, los ojos abiertos, dilatados y con las pestañas rígidas mirando al vacío, podía sentir vidrio rasgándole las entrañas y un sudor frío que le bajaba por la espalda. Un miedo incomparable, ni el estruendo del cañón, ni el azotar de las olas se comparaba.  La quietud era asfixiante, hasta que un “Mi nombre es Thâlë” acribilló al silencio, “Deniz” contestó, corto y tajante.  Thâlë rio ante su rigidez nerviosa, parecía de disfrutar el nerviosismo de Deniz, le recordaba algo que hace no mucho había olvidado, burlona se acercaba tanto para invadir su espacio como si lo asechara, cual depredador, le besó en la mejilla y soltó una carcajada cuando el cuerpo entero de Deniz se crispó.

Deniz no soportaba la compañía de mujeres, eran criaturas lejas y extrañas, parecidas a los Manukhī, otra especie, de otra lengua. Los marinos no se parecían en nada a Thâlë, y él sólo había compartido con marinos borrachos su vida entera, estaba prohibido, ni siquiera las mujeres en Bajak Laut, diez años atrás el Väktare, ordenó a todas alejarse, después que lo destetaron de su ama de leche, “Las mujeres sólo acarrean debilidad” dijo, todas las mujeres, desde el seno dulce de sus nanas, hasta la cara agrietada de las mozas de cuadra, todas y cada una, sólo podían volverlo débil, y el futuro Väktare no podía darse el lujo de ser débil, no podía comprometer quinientos y veinticinco años del imperio, ante la debilidad de un eslabón. Se sentía invadido por Thâlë, le causaba repulsión con la cercanía de su aroma penetrando la habitación, atacado por su belleza vulgar, por su risa burlona y sus ojos punzantes, en cierto momento se sintió decidido a empujarla, a escupirle, eso es lo que hace un hombre de verdad ante los débiles, ante lo frágil, pero se detuvo al pensar en su padre “no me decepciones” le dijo y era su líder Väktare y le había dado una orden. Se quedó quieto y silencioso, rígido como piedra, inamovible, inconmovible, mientras Thâlë le besaba el cuello y las orejas, desabotonaba sus ropajes y le desnudaba lentamente, él trató de escapar a un lugar lejano, en su mente, a momentos se sentía ultrajado, le parecía insufrible, invasivo, le hacía parecer vulnerable y la vulnerabilidad es únicamente para los débiles. Pudo notar que Thâlë se enorgullecía de sí misma por tratar seducirlo y  eso lo hizo sentir rabia. No pudo tolerarlo más y la arrojó al suelo, no pudo soportarlo y falló, en la misión que le habían encomendado, todo el peso, la presión que había cargado por años le arrastró; comenzó a llorar, con rabia, con la cara roja y los puños cerrados. Thâlë lejos de ofenderse, sintió compasión, al verse a sí misma, en la cara de Deniz, ambos aplastados por sus historias y por la descontrolada naturaleza de sus linajes. Pudo recordarse cuando niña, sus viejos sueños, sus sonrisas, las esperanzas que labraba para un futuro que jamás llegaría. Se puso en pie, le abrazó y lloró con él, llorando el duelo, de todo aquello que jamás sería. Lloraron ambos hasta agotarse, se tomaron las manos sin decirse una palabra, ambos sabían; muy adentro de sus almas, de que se lamentaban. Se posaron en la cama y sollozaron, mirándose el uno al otro, observando la despedida lastimosa de esos anhelos, de esos deseos de cosas imposibles, profundos y lejanos, el mismo luto que carga, el enviar a sus muertos al fondo del mar.

Estaban a punto de cerrar los ojos llorosos, rendidos, rojos de tristeza, sudorosos y exhaustos, cual bebés después de reñir berrinches, cuando llamaron a la puerta, era su anfitriona, les llevaba la cena de dátiles, cordero en un baño de especias y vino dulce de caña. Thâlë le alimentaba cariñosa mientras lo acariciaba y le contaba historias sobre ella misma, de una vida muy lejana al otro lado de las montañas, donde corría entre flores y cabras de pastura, donde alguna vez tuvo un amor de ojos verdes como la hierba, al que amo con toda la fuerza de sus entrañas, con el que nunca cruzó palabra y de quien ni siquiera supo su nombre.  Le besaba y abrazaba con tanta naturalidad que, en ciertos instantes a Deniz le parecía sincera, no como cortesana, sino con una sensación renuente y lejana de… Familia.  Tras la cena Thâlë se dispuso a compartir un plan con él, pero Deniz se sentía renuente, ambos fingirían que lo habían logrado, que él ahora era un hombre de verdad y nadie sabría nada, podrían conservar ese momento, esa intimidad, de compartir un voto de inocencia, aunque fuera por un poco más “Yo hablaré de ti y tú de mí, así como hablan los hombres ebrios de las mujeres, ellos no tienen cómo saberlo, será nuestro secreto, estarás a salvo y yo también, por un poco más al menos” Deniz sólo podía escuchar en su cabeza “no me decepciones” y no lo decepcionaría, hablaría como había escuchado cien veces antes, describiría cosas que no pasaron, se haría un hombre a los ojos de todos, pues vale más mil mentiras dulces, que la sola verdad, como la Mar, amarga. Cuando Thâlë cayó arrasada por el sueño, tras haber llorado tanto; Deniz se quedó observándola desnuda y tendida, aún trémula y algo fría, tan triste como el ocaso en el horizonte, y tan bella como la luz reflejada por las olas, con un impactante poder en su piel rebosante de belleza pero tan hueca, y tan sola  en el universo entero, tan triste, tan triste como la marea nocturna. Le recordaba así mismo, tan incapaz de hallar belleza en la vida misma, ajeno a la realidad de una vida común, del campesino insignificante e invisible, de los mercaderes ruidosos, de los niños correlones por las calles. Le hizo desear ser capaz de amar y ser parte de un lugar en tierra firme, tener una madre y hermanos, tener más un padre que un Väktare, poder amar a una mujer y tener un trabajo honrado, abrazar a alguien durante el frío de la noche, criar a sus propios hijos, amarles. Pero él era Deniz Môr, príncipe pirata, soberano de las olas, heredero al trono de los mares, el asesino de su propia madre y futuro Väktare del Bajak Laut.   Estaba solo, para sí mismo, se debía a su flota y a sus conquistas, en su futuro sólo habría mujeres como Thâlë, tristes, dolientes y vacías, con almas lejanas como estrellas, distantes y acorazadas, nadie capaz de realmente amar.

Al nacer del alba, Deniz ya se encontraba en la cubierta de su nave, solemne y seco cual océano salado, ni siquiera se tomó el tiempo para despedirse, habría dolido demasiado, como la verdad, por ser amarga. Partió con los rayos del sol, a conquistar un nuevo tesoro, oculto en las bodegas de algún barco mercante, resguardado por la sangre de otros, prístino y codiciado, por la sed de lo único que tenía seguro, la guerra y la violencia. Las lenguas hablan y si hay acaso rumores más ruidosos que los de las mujeres, siempre son, los de los marinos, el señorito, se había convertido en hombre, había bastado una sola noche para enamorar a una cortesana, arruinada por siempre para el oficio de Doncella de cama, prendada irremediablemente al príncipe heredero. Mil mentiras dulces, ocultando una verdad cubierta de fantasía, que muy en el fondo; no lo era tanto.

El nuevo príncipe de los mares se alzaba sobre su tripulación, con su nueva ganada confianza, se presentaba valiente y brioso. Se entrenó con entusiasmo en el arte de las armas, aprendió el lenguaje de la guerra, peleó con la fuerza de sus manos y su nave, la ira incontrolable de novecientos hombres, todas las batallas que le volvieron una leyenda, se escribieron canciones; un niño mercenario, nacido de entre la muerte a mitad de los mares sangrientos, cubierto de oro, esmeraldas y sangre, asesino antes de caminar, capitán de flota y rompecorazones de todas las damas hermosas, así los bardos cantaban.  Orgulloso vástago del Väktare de los piratas, hacía honores a la sangre de sus venas y conquistó doscientas flotas de los reinos legítimos, se hizo de ocho naves traficantes pobladas por novecientos tripulantes, saqueaba en un parpadeo: barcos cargados con oro, joyas y provisiones, se aventuraba entre las sombras de la noche para robar a grandes señores asentados en las costas, pillaba y quemaba toda riqueza a su paso.  Causó terror, como salido de una pesadilla de los altos Señores de millonaria estirpe, en todo puerto de  Yşi.

PARTE II

Arte


miércoles, 23 de noviembre de 2022

Lūk

 

Lūk

Principio I



 Vagas lenguas de los antiguos y los marinos del norte solían decir que hubo un antiguo reino, majestuoso y encantado por igual, con parajes mágicos y leyendas tristes, de las que suele hablar el viejo cazador de la arboleda, Uhie gûr, El grande, líder del Alta Boscosa de Norna Mear. El pobre viejo, ciego y sin dientes, sus arrugas le cubren la frente, la piel quemada por el frío y el inevitable pasar de los años, encorvado, pero aún de pie, con la mirada perdida y llorosa, lejana en una distancia que no consigue alcanzar. Casi bardo, casi poeta, a veces cuando la noche es cálida y no hay nubes en el cielo; él cuenta historias de tiempos antiguos, historias que días lejanos, otrora llenos de victorias, de bailes y luz, al fuego de la fogata, cuenta a los niños pequeños. Seis generaciones crecieron de niños de pecho a hombres de caza, escuchando sus leyendas, soñando a la luz de un acogedor fuego, leyendas que su antiguo reino, antes del Ntwa koma kɔkɔɔ, antes de La lluvia de fuego y  el Hielo de los veinte años. De sus historias, la preferida, siempre esta.

Junto a una pequeña villa de ese antiguo reino, había un bosque plagado de mitos y secretos, bosque atiborrado de los monstruos sobrevivientes al era del əNˈNōn, criaturas tenebrosas con fuerza primitiva de Nysha, que atormentaban a los pocos infortunados que por error atravesaban sus parajes. Sólo los fuertes, los erguidos, los cazadores eran capaces de sobrevivir. Por eso los hombres debían erguirse y cazar. Los jóvenes cazadores al llegar al año dieciocho debían probar, ante los viejos de la villa; su hombría, su fuerza, su valía y así ganar su cadena de Chāy para ser hombres libres, adultos, cazadores. Lūk, joven fuerte y alto, de piel lechosa y amarillenta, de ojos grises de niebla, cabellos negros como el árbol del Tëhm al hombro, esbelto pero muscular, con ojeras violáceas, una barba tímida y esparcida a manchones, cara más de niño que de hombre. Lūk, por noches enteras, se sentía tentado a internarse en ese bosque de leyenda, desde que era un niño de seis, sentía en sus entrañas una voz que lo llamaba a internarse en ese mítico bosque, que se postraba a un par de páramos frente al umbral de su puerta. El bosque llamaba a Lūk y Lūk llamaba al bosque Misterioso y tétrico, pero siempre seductor. Decían los mayores estaba poblado de Efrits, Ninfas, Dĕks y Kārs̄. Nunca existió en sus mente la duda, el vínculo se había forjado en el misterio de los sueños. Para ganarse la cadena, y con ella su mayoría de edad, debía llevar su peso en caza, quizá renos o ciervos, en el peor de los casos conejos y en verdad muchos conejos. Pero la victoria verdadera se encontraba, simplemente, por atravesar el umbral. 

Hablaban las lenguas olvidadas, del Rị̀ nā, monstruo bestial, con la fuerza de un Miltoro y la cabeza de un belobo, con alas de Kārs̄ y cola de serpiente crepuscular, nadie le había visto ni le había dado caza jamás, se sabía por sus gritos de agonía y soledad, que retumbaban haciendo ecos en el bosque de la montaña. Con esto en mente, Lūk se armaba de valor la mañana de su iniciación, suspiraba profundo y temblaba un poco, era el momento adecuado para demostrar su valía, aunque mínima, existía y le hacía fuerte y digno de un futuro mejor que el de la escoria que lo precedía. Se vistió por completo de armas, besó de adiós a su madre y salió al horizonte. En la ceremonia tiritaba, tratando de ocultar la mirada de sus pares, que se regocijaban en júbilo ruidoso, no pudo ni oír palabra alguna del sacerdote, como poseso fijó su mirada tras el páramo y caminó hacía el bosque de la montaña, que se tendía sobre un mar de paja dorada.  Le tomó toda la mañana internarse en el bosque, el resto de los jóvenes habían escogido la opción más obvia de una pradera de pastizales repleta de animales de caza pero a Lūk le gustaba correr riesgos, al fin y al cabo  nunca tuvo nada que perder. Siendo el único que se atrevió a poner pie en ese bosque en cien años; todos creerían que lo invadía la locura, y tal vez, así era. Único hijo de un tabernero borracho, pálido y maltrecho como él, y una lavandera ciega, de piel oliva y cabello tan negro como la noche, de ojos ámbar y rasgos finos, una belleza oculta bajo el peso de lágrimas y tragedias. Jamás sostuvo con sus manos riqueza alguna, ni aspiró a heredar gloria de nadie, siendo nadie para el mundo, éste poco importa para él.

 Al internarse, trepidaba de miedo en la oscuridad provocada por la espesura del bosque, tras momentos de caos, el silencio y la quietud le revelaron que al menos en ese momento era como un bosque cualquiera, con sus peligros por su puesto, timosos, rezorros, socavones y barrancos disimulados por la hierba. Le seguía el rastro a un venado blanco a eso del medio día, pero le tomó más de seis horas alcanzarlo lo suficiente como para dispararle. Tensó un arco corto y una flecha con punta de pedernal, respiró profundo y abrió bien los ojos grises. Cuando por fin estaba a punto de disparar, escuchó un sonido lejano, un sonido envolvente e hipnótico que le hizo errar el tiro y llevó a su flecha hasta un viejo árbol, y al venado blanco a correr despavorido. Era una voz, la voz dulce de una mujer, una melodía volátil y frágil, que atizaba una nana al viento en una lengua desconocida y con un clamor extraño, dulce y amargo a la vez, casi como un abrazo de despedida.

 Siguió la voz a la montaña del Oeste y ahí pudo ver un sauce de lágrimas, circundado por un pequeño arroyo, un aro de rojongos moteados, pequeños cantasombras y hueledenoches. Ya el sol llegaba a su declive y la noche se veía cercana, el arrebol en el cielo teñía el aura roja, sonrosada y aurífera. La canción le hechizaba y lo obligaba a seguir caminando, como un manto delicado que tiraba de él hasta sus entrañas, suave pero firme, su vida pendía de aquel manto invisible. Poco a poco las palabras le obligaban a acercarse, no entendía una sola, sólo lo sabía, era como si su cuerpo se moviera por sí solo, buscando un calor conocido, un recuerdo de la infancia. No existía sonido distinto, parecía que el mundo a su alrededor había desaparecido; sólo el latir de su corazón y el sonar de la canción le hacían compañía. 

El atardecer ensangrentó el cielo y Lūk dejó caer todas sus armas sin darse cuenta, mientras se acercaba a la misteriosa figura sentada en las ramas del árbol, que parecía arder en las llamas de la tarde. Su mirada la encontró ahí, recostada en las ramas del árbol con cabello de fuego colgando de las ramas de ese sauce gigantesco, su piel casi desnuda a no ser por un delgado y harapiento manto de algodón, bañada por luz de luna, el fuego del atardecer y el brillo de su canción. Con los ojos grandes, inmensos cual cielo nocturno, verdes como la yerba nueva, sus labios rosados como la grana en leche. Su canción dulce tal beso de bienvenida y triste como un adiós para siempre.  Su cabello yacía enredado por todas las ramas del sauce envolviéndole verdaderamente en fuego, fuego de doncella, sus manos contaban la historia de un pájaro que volaba libre y sus pies acariciaban dulcemente la corteza del árbol.

Todo se volvió dicha primorosa y magia clandestina, esa felicidad inalcanzable se tendía quieta frente a él.

DETÉN LA OBSCURIDAD

“¿POR QUÉ SIEMPRE ME DEJAS MARIANA?” Edge of the circle No puedo ni recordar lo que me hizo, pero ahora duerme. Parece muy tranquilo, está s...