jueves, 7 de marzo de 2024

Deniz

 


I

 

Nació a la sombra nocturna de la magna luna Nyth bañada en sangre, mientras la segunda luna temerosa titilaba aurea  y sigilosa. Gritos y llantos plagaron el aire, aluzaron la vida, que no da nada sin recibir a cambio; pagada con sangre su entera existencia. Le cobró a su madre, muerta entre lágrimas, sonrisas y un golpe sordo que decía - “¡No te atrevas a morir! ¿me oíste? ¡No te atrevas a dejarme aquí, sin ti!”- Abrió los ojos a la luz, tras que ella los cerrara, ojos de esmeralda, cual mar en los arrecifes, y risos rubios, como el sol del medio día, aún bañados en sangre, de piel como la arena y labios finos, el vivo espejo de su padre cuando joven. Cada vena en su pequeño cuerpo acarreaba oleajes de agua marina en lugar de sangre, la piel era sal, los pies de espuma, le latía el pecho al son de las olas, más un pez que un niño, rebelde como la mar amarga, y en su delicada piel, perduraba aún el aroma su madre, que le nombró Deniz y cuya vida se esfumó en un sollozo.

Tenía el océano en los ojos, en el aliento y la piel, niño de agua, niño de navío, Príncipe pirata.  La mar se llevó lo que quedó de su madre, y la mar en su madre se convirtió desde ese instante, hasta el día que se extinguiese su luz.  Su padre gobernaba los océanos y sus mares, en las costas de toda la Tierra, temido y admirado por igual. El señor de aguas tormentosas, Gobernante de los maremotos y Väktare supremo de los barcos mercenarios del Bajak Laut, Sacro líder de dieciocho embarcaciones, Rey de legionarios proscritos, armadas hasta las negras velas sedientas de muerte, Har el rey bandido de los mares nocturnos, nombró a ese hijo nacido de entre la sangre y el sopor; Deniz Môr, La isla de luna oscura; aquél que matase a su madre para pagar su deuda con la vida. Creció por las noches como la marea, y sus arrullos fueron el vaivén de la mar en los cascos de su barco y el romper de las olas furiosas. La niñez no se sentía, las canciones no sonaban en la eterna espera de momentos de ternura, el veneno del odio, la guerra y la ira eran compañeros de juegos, a la sombra de posiblemente poseer una pieza de oro, un trozo de plata, un castillo naval en el infierno marino.

Las aventuras y las batallas eran eterno menester, los cuernos de guerra las nanas más arrulladoras, el mozo de cubierta apenas al comenzar a caminar, sostuvo mandobles hábilmente antes de perder los dientes de bebé, ya entre sus dedos corría la sangre de su primera víctima y recién cumplía ocho años. En los mercados portuarios de numerosas naciones; robaba diestro y sigiloso, lo mismo a los más altos señores como a los mismos pordioseros. Se volvió timonel de su flota cuando tuvo diez años, lo que le hizo sentir que ya era todo un hombre insurrecto e invencible. Navegaba entre maremotos y tifones a las diestras órdenes de su señor. El príncipe de la tempestad se cultivaba día a día en artes prohibidas de mercenarios marinos, venerado por los miserables, y no alcanzaba ni dos varas de alto. Era sabido que una noche, finalmente fue lo suficientemente hombre para acompañar a su tripulación a un saqueo en tierra firme, cauteloso y tan quedo como le fue posible se escabulló en una posada de marinos a pie del puerto, en sus adentros había al menos ochenta hombres negros con círculos blancos dibujados en la frente y figuras salientes como cuchillas pintadas en los pómulos de color rojo. Regado por el suelo un tesoro de diamantes y esmeraldas revueltos en sobras de un festín de ñu que; una colonia de ratas, mordisqueaban  ladronas, barricas vacías rodaban en el suelo  y un fuego  en una hoguera céntrica iluminaba  la estancia,  todos ebrios dormían despreocupados, algunos incluso yacían desnudos en los brazos de las mozas de cocina. El trabajo era simple, “apaga la luz y corta la garganta del líder”, un hombre gigante y musculoso ataviado en dagas y seis espadas sujetas al cinturón, se distinguía de los demás por una cicatriz inmensa en sus pómulos  en forma de media luna y a su lado izquierdo se reflejaba cual espejo. Un movimiento sólo y todo terminó, escurrió la sangre y se apagó la luz, todos sus vasallos entraron y dieron caza a todos los ilusos que dormían, se llevaron los diamantes y el vino que sobró tan rápido como un suspiro. Ardió la posada en un parpadeo, para cuando pudo recobrar el aliento el barco encallaba en un nuevo puerto.

Probado fue, que ya era un hombre, digno hijo del Bajak Laut. Cuando recién esbozó los doce años, su señor Väktare le dijo que para ser capitán de su propia nave tendría que ser un hombre real, de verdad, como el resto de la tripulación, cada palabra que salía de la boca de Har cargaba el peso de mil quintales a sus hombros, todo era siempre una prueba, siempre un reto, siempre un “quizá te amase si acaso digno fueses”, competía contra la dureza de las rocas, atravesaba todos los infiernos, sólo para entregarle a su Señor, lo que desease. Alzábase delante de él un nuevo reto, un risco sobrecogedor que afrontaría cuesta arriba, con miedo, un miedo nuevo como ningún otro. Zarparon presto hacía un nuevo confín, que abarracar en el puerto de Ytter Risya, una Ciudad mercante en la costa oeste de Rymon, en los trópicos sureños de la Alianza Kherrym. La más importante de los mares de Dazare, a lo menos un millar de habitantes con incontables riquezas, especias, animales de alta caza, frutos de tierras lejanas, comercio de esclavos, trueque de armas, mujeres, licores y telas exóticas.  Érase un puerto de gran belleza, mar turquesa, atardeceres soñadores y flores salvajes creciendo por doquier. Paraíso vedado y culto por mares y bahías tempestuosas.

 Caminaron por una avenida concurrida y ruidosa que se alzaba sobre la bahía, hasta llegar a una casona de piedra con techos de hojarasca de palma y vigas de cocotero, se abrió la puerta de madera y emergió una elegante mujer de suave sonrisa y ojos intensos, con la piel color de arena y el cabello castaño trenzado  y al hombro, caderas anchas, envuelta en seda transparente, amarrada por joyas lustrosas, tenía el aroma de la vainilla en su piel, sus labios brillaban como la miel al sol y sus pasos tersos la hacían flotar lentamente, como una mota de diente de león, a la deriva del viento.  Sin miras de pudor; besó a su padre y con una sonrisa cómplice, le ofreció entrar, arrastrando al grupo entero de hombres, como las corrientes, que sin darse cuenta ya habían atravesado por dos jardines custodiados por guardias gigantescos, con piel oscura y rasgos Manukhī, era una fuerza más intensa que la de la guerra, un maremoto más potente que el de un ciclón, era el potente golpe del deseo. En la estancia principal, la luz cobraba un color distinto, doce mujeres campantemente desnudas, juguetonas y seductoras, impregnaban el aire de dulzor fresco de moras enmeladas, en somieres a la intemperie, únicamente envueltos por doseles traslúcidos y maceteros de flores veraniegas, atendían a sus clientes con placer y júbilo.

 Las Doncellas de cama no le eran nada nuevo, en el barco; la tripulación entera contrataba oleadas en cada puerto, incluso había matado unas pocas embusteras que les quisieron robar sus joyas, su padre intentó convencerlo, en más de una ocasión de que un par de ellas pudo ser una buena madre, mejor figura de apego que él, sin duda, pero más nunca pudo verles como algo más que sirvientas errantes, como muchos otros, que iban y venían en los puertos. Sabía de sus labores, entendía sus andares, pero le parecían lejanos e indescifrables, como las personas que vivían en tierra firme.  Jamás antes se vio a sí mismo en presencia de actos carnales de frente, conservaba una inocencia que percibía desconocida, acallada por el ruido de la violencia y el grito de la muerte. Un temblor incómodo y sobrecogedor le recorría el cuerpo de arriba abajo. Tiritaba mientras fijaba la mirada en un punto muerto, alejándose de todo y todos los que lo rodeaban. Más nunca había temido así por su vida, su hombría y su valor siempre a prueba. Esta era una misión que no sentía el poder de cumplir.

Poco a poco desaparecieron todos los que lo rodeaban, lo condujeron lentamente a un patio jardín trasero, y en el fondo una cabaña pequeña, construida de barro y pedregales, más una cueva que una casa. Rodeada de enredaderas espinosas, coronadas con capullos blancos y a la vista saltaban mariposas de viento, revoloteando entre las flores. Abriese la puerta con un crujido, el cuarto circular estaba lleno de incienso y guirnaldas de flores secas, la luz era tenue, menos un punto central aluzado por un tragaluz en el techo, apuntando a un camastro redondo, con sábanas sedosas, alrededor vinos, fiambres y frutos varios, sí era una cueva, una cueva oscura, repleta de una magia extraña.    Ahí reposaba sobre un camastro de almohadones una cortesana particularmente hermosa, unos quince años, más una niña como él, que una mujer; con ojos ámbar y piel canela, de cabello negro y vaporoso que le colgaba hasta las rodillas, sus labios gruesos esbozaban una sonrisa un tanto traviesa, un mucho nerviosa, vestía nada más que collares sobre sus pechos morenos y vastos, se escurría un velo ligero y rojo entre sus piernas seductoras. Se puso de pie y quedó desnuda por completo, les dio la bienvenida y miró a su padre fingiendo lujuria de ninfómana, parecía repasar un protocolo recién aprendido, en su cabeza, buscando atraer y complacer.  El alto señor Väktare ni se inmutó, asintió solemnemente y le explicó que necesitaba que transformase a su hijo Deniz en un Hombre, del niño de pecho que aún era. Deniz se sonrojó y frunció el ceño avergonzado, era humillado nuevamente, se encogió de hombros y bufó silenciosamente. La cortesana asintió y dijo estar decepcionada de no poder acostarse con el poderoso Väktare, obra y gracia divina de los Mares; los despidió amablemente mientras la anfitriona condujo a Har al otro lado del caserío, hasta una cabaña majestuosa en el centro de un patio distinto. Antes de salir Har dijo, en tono recio a Deniz “No nos decepciones, no nos deshonres, no tengo un ternero de leche, he criado un hombre”. Ejercía su poder nuevamente, le daba a cargar un peso imposible, para alzarse encima de los inferiores como él, era el Väktare al fin y al cabo. Por fin solos y Deniz trepidaba incontrolablemente en nerviosismo, no era ajeno para él lo que iba a pasar, siempre escuchaba historias de marinos, prometiéndole la misma dicha y gloria, y a pesar de múltiples conquistas a barcos enemigos, del saqueo, la guerra y sangre derramada, de los tesoros que acumulaba en la bóveda de su nave y de la promesa de ser el futuro capitán de su barco, en ese momento se sentía ínfimo, diminuto, tal como niño, el niño que, por hecho, era. Se sentó en a cama de almohadones, tieso como esfinge, los ojos abiertos, dilatados y con las pestañas rígidas mirando al vacío, podía sentir vidrio rasgándole las entrañas y un sudor frío que le bajaba por la espalda. Un miedo incomparable, ni el estruendo del cañón, ni el azotar de las olas se comparaba.  La quietud era asfixiante, hasta que un “Mi nombre es Thâlë” acribilló al silencio, “Deniz” contestó, corto y tajante.  Thâlë rio ante su rigidez nerviosa, parecía de disfrutar el nerviosismo de Deniz, le recordaba algo que hace no mucho había olvidado, burlona se acercaba tanto para invadir su espacio como si lo asechara, cual depredador, le besó en la mejilla y soltó una carcajada cuando el cuerpo entero de Deniz se crispó.

Deniz no soportaba la compañía de mujeres, eran criaturas lejas y extrañas, parecidas a los Manukhī, otra especie, de otra lengua. Los marinos no se parecían en nada a Thâlë, y él sólo había compartido con marinos borrachos su vida entera, estaba prohibido, ni siquiera las mujeres en Bajak Laut, diez años atrás el Väktare, ordenó a todas alejarse, después que lo destetaron de su ama de leche, “Las mujeres sólo acarrean debilidad” dijo, todas las mujeres, desde el seno dulce de sus nanas, hasta la cara agrietada de las mozas de cuadra, todas y cada una, sólo podían volverlo débil, y el futuro Väktare no podía darse el lujo de ser débil, no podía comprometer quinientos y veinticinco años del imperio, ante la debilidad de un eslabón. Se sentía invadido por Thâlë, le causaba repulsión con la cercanía de su aroma penetrando la habitación, atacado por su belleza vulgar, por su risa burlona y sus ojos punzantes, en cierto momento se sintió decidido a empujarla, a escupirle, eso es lo que hace un hombre de verdad ante los débiles, ante lo frágil, pero se detuvo al pensar en su padre “no me decepciones” le dijo y era su líder Väktare y le había dado una orden. Se quedó quieto y silencioso, rígido como piedra, inamovible, inconmovible, mientras Thâlë le besaba el cuello y las orejas, desabotonaba sus ropajes y le desnudaba lentamente, él trató de escapar a un lugar lejano, en su mente, a momentos se sentía ultrajado, le parecía insufrible, invasivo, le hacía parecer vulnerable y la vulnerabilidad es únicamente para los débiles. Pudo notar que Thâlë se enorgullecía de sí misma por tratar seducirlo y  eso lo hizo sentir rabia. No pudo tolerarlo más y la arrojó al suelo, no pudo soportarlo y falló, en la misión que le habían encomendado, todo el peso, la presión que había cargado por años le arrastró; comenzó a llorar, con rabia, con la cara roja y los puños cerrados. Thâlë lejos de ofenderse, sintió compasión, al verse a sí misma, en la cara de Deniz, ambos aplastados por sus historias y por la descontrolada naturaleza de sus linajes. Pudo recordarse cuando niña, sus viejos sueños, sus sonrisas, las esperanzas que labraba para un futuro que jamás llegaría. Se puso en pie, le abrazó y lloró con él, llorando el duelo, de todo aquello que jamás sería. Lloraron ambos hasta agotarse, se tomaron las manos sin decirse una palabra, ambos sabían; muy adentro de sus almas, de que se lamentaban. Se posaron en la cama y sollozaron, mirándose el uno al otro, observando la despedida lastimosa de esos anhelos, de esos deseos de cosas imposibles, profundos y lejanos, el mismo luto que carga, el enviar a sus muertos al fondo del mar.

Estaban a punto de cerrar los ojos llorosos, rendidos, rojos de tristeza, sudorosos y exhaustos, cual bebés después de reñir berrinches, cuando llamaron a la puerta, era su anfitriona, les llevaba la cena de dátiles, cordero en un baño de especias y vino dulce de caña. Thâlë le alimentaba cariñosa mientras lo acariciaba y le contaba historias sobre ella misma, de una vida muy lejana al otro lado de las montañas, donde corría entre flores y cabras de pastura, donde alguna vez tuvo un amor de ojos verdes como la hierba, al que amo con toda la fuerza de sus entrañas, con el que nunca cruzó palabra y de quien ni siquiera supo su nombre.  Le besaba y abrazaba con tanta naturalidad que, en ciertos instantes a Deniz le parecía sincera, no como cortesana, sino con una sensación renuente y lejana de… Familia.  Tras la cena Thâlë se dispuso a compartir un plan con él, pero Deniz se sentía renuente, ambos fingirían que lo habían logrado, que él ahora era un hombre de verdad y nadie sabría nada, podrían conservar ese momento, esa intimidad, de compartir un voto de inocencia, aunque fuera por un poco más “Yo hablaré de ti y tú de mí, así como hablan los hombres ebrios de las mujeres, ellos no tienen cómo saberlo, será nuestro secreto, estarás a salvo y yo también, por un poco más al menos” Deniz sólo podía escuchar en su cabeza “no me decepciones” y no lo decepcionaría, hablaría como había escuchado cien veces antes, describiría cosas que no pasaron, se haría un hombre a los ojos de todos, pues vale más mil mentiras dulces, que la sola verdad, como la Mar, amarga. Cuando Thâlë cayó arrasada por el sueño, tras haber llorado tanto; Deniz se quedó observándola desnuda y tendida, aún trémula y algo fría, tan triste como el ocaso en el horizonte, y tan bella como la luz reflejada por las olas, con un impactante poder en su piel rebosante de belleza pero tan hueca, y tan sola  en el universo entero, tan triste, tan triste como la marea nocturna. Le recordaba así mismo, tan incapaz de hallar belleza en la vida misma, ajeno a la realidad de una vida común, del campesino insignificante e invisible, de los mercaderes ruidosos, de los niños correlones por las calles. Le hizo desear ser capaz de amar y ser parte de un lugar en tierra firme, tener una madre y hermanos, tener más un padre que un Väktare, poder amar a una mujer y tener un trabajo honrado, abrazar a alguien durante el frío de la noche, criar a sus propios hijos, amarles. Pero él era Deniz Môr, príncipe pirata, soberano de las olas, heredero al trono de los mares, el asesino de su propia madre y futuro Väktare del Bajak Laut.   Estaba solo, para sí mismo, se debía a su flota y a sus conquistas, en su futuro sólo habría mujeres como Thâlë, tristes, dolientes y vacías, con almas lejanas como estrellas, distantes y acorazadas, nadie capaz de realmente amar.

Al nacer del alba, Deniz ya se encontraba en la cubierta de su nave, solemne y seco cual océano salado, ni siquiera se tomó el tiempo para despedirse, habría dolido demasiado, como la verdad, por ser amarga. Partió con los rayos del sol, a conquistar un nuevo tesoro, oculto en las bodegas de algún barco mercante, resguardado por la sangre de otros, prístino y codiciado, por la sed de lo único que tenía seguro, la guerra y la violencia. Las lenguas hablan y si hay acaso rumores más ruidosos que los de las mujeres, siempre son, los de los marinos, el señorito, se había convertido en hombre, había bastado una sola noche para enamorar a una cortesana, arruinada por siempre para el oficio de Doncella de cama, prendada irremediablemente al príncipe heredero. Mil mentiras dulces, ocultando una verdad cubierta de fantasía, que muy en el fondo; no lo era tanto.

El nuevo príncipe de los mares se alzaba sobre su tripulación, con su nueva ganada confianza, se presentaba valiente y brioso. Se entrenó con entusiasmo en el arte de las armas, aprendió el lenguaje de la guerra, peleó con la fuerza de sus manos y su nave, la ira incontrolable de novecientos hombres, todas las batallas que le volvieron una leyenda, se escribieron canciones; un niño mercenario, nacido de entre la muerte a mitad de los mares sangrientos, cubierto de oro, esmeraldas y sangre, asesino antes de caminar, capitán de flota y rompecorazones de todas las damas hermosas, así los bardos cantaban.  Orgulloso vástago del Väktare de los piratas, hacía honores a la sangre de sus venas y conquistó doscientas flotas de los reinos legítimos, se hizo de ocho naves traficantes pobladas por novecientos tripulantes, saqueaba en un parpadeo: barcos cargados con oro, joyas y provisiones, se aventuraba entre las sombras de la noche para robar a grandes señores asentados en las costas, pillaba y quemaba toda riqueza a su paso.  Causó terror, como salido de una pesadilla de los altos Señores de millonaria estirpe, en todo puerto de  Yşi.

PARTE II

Arte


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