I
Nació a la sombra nocturna de la
magna luna Nyth bañada en sangre, mientras la segunda luna temerosa titilaba
aurea y sigilosa. Gritos y llantos
plagaron el aire, aluzaron la vida, que no da nada sin recibir a cambio; pagada
con sangre su entera existencia. Le cobró a su madre, muerta entre lágrimas,
sonrisas y un golpe sordo que decía - “¡No te atrevas a morir! ¿me oíste? ¡No
te atrevas a dejarme aquí, sin ti!”- Abrió los ojos a la luz, tras que ella los
cerrara, ojos de esmeralda, cual mar en los arrecifes, y risos rubios, como el
sol del medio día, aún bañados en sangre, de piel como la arena y labios finos,
el vivo espejo de su padre cuando joven. Cada vena en su pequeño cuerpo
acarreaba oleajes de agua marina en lugar de sangre, la piel era sal, los pies
de espuma, le latía el pecho al son de las olas, más un pez que un niño,
rebelde como la mar amarga, y en su delicada piel, perduraba aún el aroma su madre,
que le nombró Deniz y cuya vida se esfumó en un sollozo.
Tenía el océano en los ojos, en
el aliento y la piel, niño de agua, niño de navío, Príncipe pirata. La mar se llevó lo que quedó de su madre, y la
mar en su madre se convirtió desde ese instante, hasta el día que se extinguiese
su luz. Su padre gobernaba los océanos y
sus mares, en las costas de toda la Tierra, temido y admirado por igual. El
señor de aguas tormentosas, Gobernante de los maremotos y Väktare supremo de
los barcos mercenarios del Bajak Laut, Sacro líder de dieciocho embarcaciones,
Rey de legionarios proscritos, armadas hasta las negras velas sedientas de
muerte, Har el rey bandido de los mares nocturnos, nombró a ese hijo nacido de
entre la sangre y el sopor; Deniz Môr, La isla de luna oscura; aquél que matase
a su madre para pagar su deuda con la vida. Creció por las noches como la marea,
y sus arrullos fueron el vaivén de la mar en los cascos de su barco y el romper
de las olas furiosas. La niñez no se sentía, las canciones no sonaban en la
eterna espera de momentos de ternura, el veneno del odio, la guerra y la ira
eran compañeros de juegos, a la sombra de posiblemente poseer una pieza de oro,
un trozo de plata, un castillo naval en el infierno marino.
Las aventuras y las batallas eran
eterno menester, los cuernos de guerra las nanas más arrulladoras, el mozo de
cubierta apenas al comenzar a caminar, sostuvo mandobles hábilmente antes de
perder los dientes de bebé, ya entre sus dedos corría la sangre de su primera
víctima y recién cumplía ocho años. En los mercados portuarios de numerosas
naciones; robaba diestro y sigiloso, lo mismo a los más altos señores como a
los mismos pordioseros. Se volvió timonel de su flota cuando tuvo diez años, lo
que le hizo sentir que ya era todo un hombre insurrecto e invencible. Navegaba
entre maremotos y tifones a las diestras órdenes de su señor. El príncipe de la
tempestad se cultivaba día a día en artes prohibidas de mercenarios marinos,
venerado por los miserables, y no alcanzaba ni dos varas de alto. Era sabido
que una noche, finalmente fue lo suficientemente hombre para acompañar a su
tripulación a un saqueo en tierra firme, cauteloso y tan quedo como le fue
posible se escabulló en una posada de marinos a pie del puerto, en sus adentros
había al menos ochenta hombres negros con círculos blancos dibujados en la
frente y figuras salientes como cuchillas pintadas en los pómulos de color
rojo. Regado por el suelo un tesoro de diamantes y esmeraldas revueltos en
sobras de un festín de ñu que; una colonia de ratas, mordisqueaban ladronas, barricas vacías rodaban en el
suelo y un fuego en una hoguera céntrica iluminaba la estancia,
todos ebrios dormían despreocupados, algunos incluso yacían desnudos en
los brazos de las mozas de cocina. El trabajo era simple, “apaga la luz y corta
la garganta del líder”, un hombre gigante y musculoso ataviado en dagas y seis
espadas sujetas al cinturón, se distinguía de los demás por una cicatriz
inmensa en sus pómulos en forma de media
luna y a su lado izquierdo se reflejaba cual espejo. Un movimiento sólo y todo
terminó, escurrió la sangre y se apagó la luz, todos sus vasallos entraron y
dieron caza a todos los ilusos que dormían, se llevaron los diamantes y el vino
que sobró tan rápido como un suspiro. Ardió la posada en un parpadeo, para cuando
pudo recobrar el aliento el barco encallaba en un nuevo puerto.
Probado fue, que ya era un
hombre, digno hijo del Bajak Laut. Cuando recién esbozó los doce años, su señor
Väktare le dijo que para ser capitán de su propia nave tendría que ser un
hombre real, de verdad, como el resto de la tripulación, cada palabra que salía
de la boca de Har cargaba el peso de mil quintales a sus hombros, todo era
siempre una prueba, siempre un reto, siempre un “quizá te amase si acaso digno
fueses”, competía contra la dureza de las rocas, atravesaba todos los
infiernos, sólo para entregarle a su Señor, lo que desease. Alzábase delante de
él un nuevo reto, un risco sobrecogedor que afrontaría cuesta arriba, con
miedo, un miedo nuevo como ningún otro. Zarparon presto hacía un nuevo confín,
que abarracar en el puerto de Ytter Risya, una Ciudad mercante en la costa
oeste de Rymon, en los trópicos sureños de la Alianza Kherrym. La más
importante de los mares de Dazare, a lo menos un millar de habitantes con
incontables riquezas, especias, animales de alta caza, frutos de tierras
lejanas, comercio de esclavos, trueque de armas, mujeres, licores y telas
exóticas. Érase un puerto de gran
belleza, mar turquesa, atardeceres soñadores y flores salvajes creciendo por
doquier. Paraíso vedado y culto por mares y bahías tempestuosas.
Caminaron por una avenida concurrida y ruidosa
que se alzaba sobre la bahía, hasta llegar a una casona de piedra con techos de
hojarasca de palma y vigas de cocotero, se abrió la puerta de madera y emergió
una elegante mujer de suave sonrisa y ojos intensos, con la piel color de arena
y el cabello castaño trenzado y al
hombro, caderas anchas, envuelta en seda transparente, amarrada por joyas
lustrosas, tenía el aroma de la vainilla en su piel, sus labios brillaban como
la miel al sol y sus pasos tersos la hacían flotar lentamente, como una mota de
diente de león, a la deriva del viento.
Sin miras de pudor; besó a su padre y con una sonrisa cómplice, le
ofreció entrar, arrastrando al grupo entero de hombres, como las corrientes,
que sin darse cuenta ya habían atravesado por dos jardines custodiados por
guardias gigantescos, con piel oscura y rasgos Manukhī, era una fuerza más
intensa que la de la guerra, un maremoto más potente que el de un ciclón, era
el potente golpe del deseo. En la estancia principal, la luz cobraba un color
distinto, doce mujeres campantemente desnudas, juguetonas y seductoras,
impregnaban el aire de dulzor fresco de moras enmeladas, en somieres a la
intemperie, únicamente envueltos por doseles traslúcidos y maceteros de flores
veraniegas, atendían a sus clientes con placer y júbilo.
Las Doncellas de cama no le eran nada nuevo,
en el barco; la tripulación entera contrataba oleadas en cada puerto, incluso
había matado unas pocas embusteras que les quisieron robar sus joyas, su padre
intentó convencerlo, en más de una ocasión de que un par de ellas pudo ser una
buena madre, mejor figura de apego que él, sin duda, pero más nunca pudo verles
como algo más que sirvientas errantes, como muchos otros, que iban y venían en
los puertos. Sabía de sus labores, entendía sus andares, pero le parecían
lejanos e indescifrables, como las personas que vivían en tierra firme. Jamás antes se vio a sí mismo en presencia de
actos carnales de frente, conservaba una inocencia que percibía desconocida,
acallada por el ruido de la violencia y el grito de la muerte. Un temblor
incómodo y sobrecogedor le recorría el cuerpo de arriba abajo. Tiritaba
mientras fijaba la mirada en un punto muerto, alejándose de todo y todos los
que lo rodeaban. Más nunca había temido así por su vida, su hombría y su valor
siempre a prueba. Esta era una misión que no sentía el poder de cumplir.
Poco a poco desaparecieron todos
los que lo rodeaban, lo condujeron lentamente a un patio jardín trasero, y en
el fondo una cabaña pequeña, construida de barro y pedregales, más una cueva
que una casa. Rodeada de enredaderas espinosas, coronadas con capullos blancos
y a la vista saltaban mariposas de viento, revoloteando entre las flores. Abriese
la puerta con un crujido, el cuarto circular estaba lleno de incienso y
guirnaldas de flores secas, la luz era tenue, menos un punto central aluzado
por un tragaluz en el techo, apuntando a un camastro redondo, con sábanas
sedosas, alrededor vinos, fiambres y frutos varios, sí era una cueva, una cueva
oscura, repleta de una magia extraña. Ahí
reposaba sobre un camastro de almohadones una cortesana particularmente
hermosa, unos quince años, más una niña como él, que una mujer; con ojos ámbar
y piel canela, de cabello negro y vaporoso que le colgaba hasta las rodillas,
sus labios gruesos esbozaban una sonrisa un tanto traviesa, un mucho nerviosa, vestía
nada más que collares sobre sus pechos morenos y vastos, se escurría un velo
ligero y rojo entre sus piernas seductoras. Se puso de pie y quedó desnuda por
completo, les dio la bienvenida y miró a su padre fingiendo lujuria de ninfómana,
parecía repasar un protocolo recién aprendido, en su cabeza, buscando atraer y
complacer. El alto señor Väktare ni se
inmutó, asintió solemnemente y le explicó que necesitaba que transformase a su
hijo Deniz en un Hombre, del niño de pecho que aún era. Deniz se sonrojó y
frunció el ceño avergonzado, era humillado nuevamente, se encogió de hombros y
bufó silenciosamente. La cortesana asintió y dijo estar decepcionada de no
poder acostarse con el poderoso Väktare, obra y gracia divina de los Mares; los
despidió amablemente mientras la anfitriona condujo a Har al otro lado del
caserío, hasta una cabaña majestuosa en el centro de un patio distinto. Antes
de salir Har dijo, en tono recio a Deniz “No nos decepciones, no nos deshonres,
no tengo un ternero de leche, he criado un hombre”. Ejercía su poder
nuevamente, le daba a cargar un peso imposible, para alzarse encima de los
inferiores como él, era el Väktare al fin y al cabo. Por fin solos y Deniz trepidaba
incontrolablemente en nerviosismo, no era ajeno para él lo que iba a pasar,
siempre escuchaba historias de marinos, prometiéndole la misma dicha y gloria,
y a pesar de múltiples conquistas a barcos enemigos, del saqueo, la guerra y
sangre derramada, de los tesoros que acumulaba en la bóveda de su nave y de la
promesa de ser el futuro capitán de su barco, en ese momento se sentía ínfimo,
diminuto, tal como niño, el niño que, por hecho, era. Se sentó en a cama de
almohadones, tieso como esfinge, los ojos abiertos, dilatados y con las pestañas
rígidas mirando al vacío, podía sentir vidrio rasgándole las entrañas y un
sudor frío que le bajaba por la espalda. Un miedo incomparable, ni el estruendo
del cañón, ni el azotar de las olas se comparaba. La quietud era asfixiante, hasta que un “Mi nombre
es Thâlë” acribilló al silencio, “Deniz” contestó, corto y tajante. Thâlë rio ante su rigidez nerviosa, parecía de
disfrutar el nerviosismo de Deniz, le recordaba algo que hace no mucho había
olvidado, burlona se acercaba tanto para invadir su espacio como si lo asechara,
cual depredador, le besó en la mejilla y soltó una carcajada cuando el cuerpo
entero de Deniz se crispó.
Deniz no soportaba la compañía de
mujeres, eran criaturas lejas y extrañas, parecidas a los Manukhī, otra
especie, de otra lengua. Los marinos no se parecían en nada a Thâlë, y él sólo
había compartido con marinos borrachos su vida entera, estaba prohibido, ni
siquiera las mujeres en Bajak Laut, diez años atrás el Väktare, ordenó a todas
alejarse, después que lo destetaron de su ama de leche, “Las mujeres sólo
acarrean debilidad” dijo, todas las mujeres, desde el seno dulce de sus nanas,
hasta la cara agrietada de las mozas de cuadra, todas y cada una, sólo podían
volverlo débil, y el futuro Väktare no podía darse el lujo de ser débil, no
podía comprometer quinientos y veinticinco años del imperio, ante la debilidad
de un eslabón. Se sentía invadido por Thâlë, le causaba repulsión con la
cercanía de su aroma penetrando la habitación, atacado por su belleza vulgar,
por su risa burlona y sus ojos punzantes, en cierto momento se sintió decidido
a empujarla, a escupirle, eso es lo que hace un hombre de verdad ante los
débiles, ante lo frágil, pero se detuvo al pensar en su padre “no me
decepciones” le dijo y era su líder Väktare y le había dado una orden. Se quedó
quieto y silencioso, rígido como piedra, inamovible, inconmovible, mientras
Thâlë le besaba el cuello y las orejas, desabotonaba sus ropajes y le desnudaba
lentamente, él trató de escapar a un lugar lejano, en su mente, a momentos se sentía
ultrajado, le parecía insufrible, invasivo, le hacía parecer vulnerable y la
vulnerabilidad es únicamente para los débiles. Pudo notar que Thâlë se
enorgullecía de sí misma por tratar seducirlo y eso lo hizo sentir rabia. No pudo tolerarlo
más y la arrojó al suelo, no pudo soportarlo y falló, en la misión que le
habían encomendado, todo el peso, la presión que había cargado por años le
arrastró; comenzó a llorar, con rabia, con la cara roja y los puños cerrados.
Thâlë lejos de ofenderse, sintió compasión, al verse a sí misma, en la cara de
Deniz, ambos aplastados por sus historias y por la descontrolada naturaleza de
sus linajes. Pudo recordarse cuando niña, sus viejos sueños, sus sonrisas, las
esperanzas que labraba para un futuro que jamás llegaría. Se puso en pie, le
abrazó y lloró con él, llorando el duelo, de todo aquello que jamás sería.
Lloraron ambos hasta agotarse, se tomaron las manos sin decirse una palabra,
ambos sabían; muy adentro de sus almas, de que se lamentaban. Se posaron en la
cama y sollozaron, mirándose el uno al otro, observando la despedida lastimosa
de esos anhelos, de esos deseos de cosas imposibles, profundos y lejanos, el
mismo luto que carga, el enviar a sus muertos al fondo del mar.
Estaban a punto de cerrar los
ojos llorosos, rendidos, rojos de tristeza, sudorosos y exhaustos, cual bebés
después de reñir berrinches, cuando llamaron a la puerta, era su anfitriona,
les llevaba la cena de dátiles, cordero en un baño de especias y vino dulce de
caña. Thâlë le alimentaba cariñosa mientras lo acariciaba y le contaba
historias sobre ella misma, de una vida muy lejana al otro lado de las
montañas, donde corría entre flores y cabras de pastura, donde alguna vez tuvo
un amor de ojos verdes como la hierba, al que amo con toda la fuerza de sus
entrañas, con el que nunca cruzó palabra y de quien ni siquiera supo su nombre.
Le besaba y abrazaba con tanta naturalidad
que, en ciertos instantes a Deniz le parecía sincera, no como cortesana, sino
con una sensación renuente y lejana de… Familia. Tras la cena Thâlë se dispuso a compartir un
plan con él, pero Deniz se sentía renuente, ambos fingirían que lo habían
logrado, que él ahora era un hombre de verdad y nadie sabría nada, podrían
conservar ese momento, esa intimidad, de compartir un voto de inocencia, aunque
fuera por un poco más “Yo hablaré de ti y tú de mí, así como hablan los hombres
ebrios de las mujeres, ellos no tienen cómo saberlo, será nuestro secreto,
estarás a salvo y yo también, por un poco más al menos” Deniz sólo podía
escuchar en su cabeza “no me decepciones” y no lo decepcionaría, hablaría como
había escuchado cien veces antes, describiría cosas que no pasaron, se haría un
hombre a los ojos de todos, pues vale más mil mentiras dulces, que la sola
verdad, como la Mar, amarga. Cuando Thâlë cayó arrasada por el sueño, tras
haber llorado tanto; Deniz se quedó observándola desnuda y tendida, aún trémula
y algo fría, tan triste como el ocaso en el horizonte, y tan bella como la luz
reflejada por las olas, con un impactante poder en su piel rebosante de belleza
pero tan hueca, y tan sola en el
universo entero, tan triste, tan triste como la marea nocturna. Le recordaba
así mismo, tan incapaz de hallar belleza en la vida misma, ajeno a la realidad
de una vida común, del campesino insignificante e invisible, de los mercaderes
ruidosos, de los niños correlones por las calles. Le hizo desear ser capaz de
amar y ser parte de un lugar en tierra firme, tener una madre y hermanos, tener
más un padre que un Väktare, poder amar a una mujer y tener un trabajo honrado,
abrazar a alguien durante el frío de la noche, criar a sus propios hijos,
amarles. Pero él era Deniz Môr, príncipe pirata, soberano de las olas, heredero
al trono de los mares, el asesino de su propia madre y futuro Väktare del Bajak
Laut. Estaba solo, para sí mismo, se debía a su
flota y a sus conquistas, en su futuro sólo habría mujeres como Thâlë, tristes,
dolientes y vacías, con almas lejanas como estrellas, distantes y acorazadas,
nadie capaz de realmente amar.
Al nacer del alba, Deniz ya se
encontraba en la cubierta de su nave, solemne y seco cual océano salado, ni
siquiera se tomó el tiempo para despedirse, habría dolido demasiado, como la
verdad, por ser amarga. Partió con los rayos del sol, a conquistar un nuevo
tesoro, oculto en las bodegas de algún barco mercante, resguardado por la
sangre de otros, prístino y codiciado, por la sed de lo único que tenía seguro,
la guerra y la violencia. Las lenguas hablan y si hay acaso rumores más
ruidosos que los de las mujeres, siempre son, los de los marinos, el señorito,
se había convertido en hombre, había bastado una sola noche para enamorar a una
cortesana, arruinada por siempre para el oficio de Doncella de cama, prendada
irremediablemente al príncipe heredero. Mil mentiras dulces, ocultando una
verdad cubierta de fantasía, que muy en el fondo; no lo era tanto.
El nuevo príncipe de los mares se
alzaba sobre su tripulación, con su nueva ganada confianza, se presentaba valiente
y brioso. Se entrenó con entusiasmo en el arte de las armas, aprendió el
lenguaje de la guerra, peleó con la fuerza de sus manos y su nave, la ira
incontrolable de novecientos hombres, todas las batallas que le volvieron una
leyenda, se escribieron canciones; un niño mercenario, nacido de entre la
muerte a mitad de los mares sangrientos, cubierto de oro, esmeraldas y sangre,
asesino antes de caminar, capitán de flota y rompecorazones de todas las damas
hermosas, así los bardos cantaban. Orgulloso
vástago del Väktare de los piratas, hacía honores a la sangre de sus venas y
conquistó doscientas flotas de los reinos legítimos, se hizo de ocho naves
traficantes pobladas por novecientos tripulantes, saqueaba en un parpadeo: barcos
cargados con oro, joyas y provisiones, se aventuraba entre las sombras de la
noche para robar a grandes señores asentados en las costas, pillaba y quemaba
toda riqueza a su paso. Causó terror,
como salido de una pesadilla de los altos Señores de millonaria estirpe, en
todo puerto de Yşi.
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