jueves, 7 de marzo de 2024

Deniz II

 


II

Hubo llegado a cumplir catorce años; el cuerpo con reminiscencia de un hombre, con ojos verdes turquesa, repletos de frialdad desolada, ojos asesinos, quemazón de viento su cabello encrespado y su piel curtida de sol y sangre, aura espectral que brillaba al resplandor de la luna. Fantasma de sigilo y silencios, asesino patas de gato, el niño Rey, maestro de los mares, espectro de las olas, niebla homicida de la noche, brioso guerrero mudo. La guerra palidecía al escuchar su nombre, nada hacía temblar su espíritu y como todo mancebo impetuoso, sintiéndose conocedor del mundo entero, de cada detalle de los mares y todos sus recovecos, petulante, altivo y altanero.

 Una noche de verano, la calma en la mar parecía alarmante y el sonido del silencio se escurría por toda la costa del puerto de Pantai Angin; dormían todos sus habitantes, embelesados por la calma nocturna. Para la flota una noche cualquiera, una misión constante. El castillo Kvārṭj kōṭa centelleaba, aluzado por la luna y la mar dormida, mientras sus poderosos reyes de los cuarzos y diamantes soñaban con descubrir más minas, con erguir ascendentes torres de riquezas, nadar en baños de piedras preciosas y cosechar los frutos ocultos en la tierra.

 Pantai Angin la ciudad capital del Reino de Albann, se extendía en una amplia bahía que era rodeada por un muro de acueducto, tenía tres entradas a la ciudad con ocho guardias cada una, la primera era la entrada del Kvārṭj kōṭa  y en sus cavernas guardaban sus barcazas mercantes y de uso común, la segunda era la entrada Zlatna Porta al puerto de comercio y un laberinto de casonas y  posadas le enmarcaba, la tercera era conocida como Blāk ṭavar y era donde la guardia de los reyes del cuarzo producía sus armas. Diseñada para ser impenetrable, para proteger sus tesoros en lo profundo de sus bóvedas en el subsuelo, la nunca saqueada ciudad de diamantes y metales. Los Marinos decían que las mujeres de Albann podían cantar para las piedras y que, con sus encantados hechizos de sirena, las capas de la tierra simplemente se abrían, y tal como las lágrimas de un niño, de ella brotaban sin mayor esfuerzo sus tesoros preciosos, el hierro, el oro, las esmeraldas, el cuarzo cristalino y los diamantes. Diseñada para acorazarse de ser necesario, caracol encaparazonado de riquezas. 

 La misión, aunque complicada, si bien planeada, sería rutinaria, el sigilo y la oscuridad de la noche protegerían a todos los corsarios. Pantai Angin necesitaba de una incursión más prolongada, no sería presa fácil, virgen pulcra jamás perpetrada, no caería ante el brazo hosco del grito de guerra, ella sería conquistada con besos, cantos y poesía, hasta que sus tesoros quedaran al desnudo por voluntad propia.  Deniz, Har y sus capitanes organizaron una mascarada que develaría los misteriosos rincones de Pantai Angin. Cuatro semanas en total, antes del ataque, se dividirían en comparsas de diez hombres, fingiendo ser civiles, mercaderes, mozos de cuadra, aprendices de herrero, carpinteros e incluso mendigos suplicantes. Hombres de baja cuna y poca monta, tratando, como cientos de otros de hacerse del pan al buche día con día. Invisibles a los ojos pudientes y avaros, sigilosos como las ratas corriendo por las callejuelas, ignoradas por los altivos caballos.

Sobre los hombros de Deniz pesaba una misión individual y particularmente intrincada. Iría directamente a tocar la puerta del rey Albanno, como cucaracha, se acercaría tanto como le fuera posible, para saquearle moronas de pan de debajo de las narices, el único que sería capaz. Se haría pasar por un mozo de cuadra que, con aires de buena suerte, sería más útil en el castillo, porque, había aprendido a leer. A los ricos y trompudos les viene en gracia el lastimero cuento de los desvalidos que rascan sus caminos hasta un peldaño un tanto más alto, pero no tan alto como hacía sus cumbres. Se compraron ropas, se empolvaron de aires locales y practicaron los acentos vulgares de sus personajes. Una vez estuvieron todos listos Deniz mismo de su puño y letra, escribió una carta de recomendación fingiendo para sí ser un mercader de telas, enorgullecido de un mozalbete pródigo que haría mejor sirviendo bajo el techo de su alta majestad. Los palacios son vastos y repletos de tareas, necesitan manos extras de día y de noche.

Entrar a la ciudad no supuso ningún problema, las caravanas comerciales eran parte del ir venir diario, para bandoleros de alto oficio, era una mentirilla vana y, dentro de Zlatna Porta estaban. Atravesar Blāk ṭavar no fue tan sencillo, le interrogaron tres veces, le escurcaron el cuerpo y sus rincones un par, y finalmente tras demostrar que era capaz de leer, de dejaron cruzar el umbral hacia el castillo Girazi Dijamant le llamaban. En tiempo de nada, ya le habían hecho firmar un tratado, serviría seis días y descansaría el séptimo a partir de la fecha de inicio para que pudiera bañarse, podría comer dos veces al día y dormiría en las cuadras de sirvientes, junto a los establos de caballería. Le uniformaron y de inmediato le enviaron a las cocinas a acarrear agua de los pozos. Para sus adentros reía, porque toda la farsa le parecía un juego entretenido, él era un actor y el resto, sus espectadores. Diez toneles de agua se llenaron, treinta arpillas de poroto azul, un cuarterón y medio de cebollas, para cuando llegó a cargar las tres lechonas de monte sobre su espalda, ya sudaba a ríos y el juego no le parecía tan divertido. Las amas de cocina, además, le proferían insultos de los que todo bucanero se sentiría orgulloso, si no fuera porque, le parecieron familiares, tal vez se habría sentido ofendido. De primera impresión le abrumaron las mujeres, que no eran doncellas de cama, espejos de piel y carne de los mismos marinos gordos, ebrios y violentos que eran sus hombres, curtidas por el fuego maléfico de cincuenta fogones al rojo vivo, robustas, de manos rugosas, con los cabellos envueltos en bonetes blancos y delantales desgastados, echándose a las espaldas cestos llenos de tubérculos de agua, mientras arrastraban calderos de hierro forjado, como si fueran simples almohadones de plumas. Pero en unas pocas horas, era como si nunca hubiera bajado del barco. Las lavanderas eran chismosas y altaneras, las cocineras hoscas y de temer, las flacas y temblorosas barrenderas eran similares a ratas de nueces, siempre correteando a rastras para limpiar más y más. El resto de los hombres le venía lo mismo, groseros, sucios y ajetreados, el castillo no se hizo más que un barco que no podía moverse. Bien entrada la tarde, mientras él mismo correteaba al llamado de los toneles de agua limpia, descubrió un descanso abierto, un inesperado jardín con una fuente cristalina, entre medio de las cocinas y las conejeras. Plagado de flores, de aves que no conocía, árboles frutales y el aroma de cientos y cientos de hierbas para especiar.

Ahí, de manera insospechada, el sonido, el tiempo y la luz, se detuvieron. Era como si hubiera sido golpeado por un rayo, una aparición, era luz silenciosa, una visión de fuego y agua. Centelleante como un volcán, pálida como la nieve y sigilosa como el andar de un río. Sentada, inadvertida del mundo que corría a su derredor, ella todo al mismo tiempo, fuego, agua, el mar, la nieve, los desiertos, el amanecer y el ocaso. Descansaba postrada en la fuente, en su regazo un conejo de pelo caramelo, con un vestido de lechera simple, un paño bordado de flores en su cabeza, un delantal avejentado y con los pies descalzos. Un tanto más pequeña de lo que debería, con la piel blanca como leche, el cabello rojo como los atardeceres, delgada, casi frágil como las hojas secas, unas pocas pecas sobre su nariz delicada, de labios gruesos y tersos como botones de rosa y sus ojos, unos ojos enormes y redondos, del azul más profundo que se vio en los mares,  hondos, abismales, penetrantes, intensos, brillantes como la luna y las estrellas, dulces como los cantares de la lluvia, insoldables como cielo nocturno, creadores de un desconocido averno, en el que Deniz, ya había caído. Cantaba un arrullo, sin letra, más un murmullo que una canción y remolineaba el pelaje del conejo que dormía plácidamente en un paraíso inimaginable, Deniz deseó y profirió a los espíritus del cielo o a los demonios del mar, desaparecer de todo lo que era y despertar como nuevo, habitando el cuerpo de aquel conejo. Deleitándose en el placer del paraíso, existiendo sólo, en los brazos de aquella joven doncella. Estuvo de pie inamovible, sin respirar por lo que pareció una eternidad, pero no el suficiente tiempo, no, no era el suficiente tiempo. Ni su cuerpo cansado, ni sus manos temblorosas, ni los gritos a sus espaldas lo hicieron moverse un poco. El tiempo no avanzaba, el mundo entero ya no existía, en todo el universo, sólo quedaban él y la doncella. Y sin esperarlo, aunque deseándolo, ella elevó su mirada y la clavó en él. La sangre se le subió al rostro y su piel se crispó como la de un gato, había quedado expuesto al descubierto y con la guardia baja, deseó correr, pero no pudo mover un dedo, no podía desviar la mirada, aquella fuerza era muy poderosa, lo sometía, lo controlaba. Sintió sus rodillas desplomarse, aunque seguía de pie, cuando ella, tiernamente, esbozó una sonrisa hacía él, le saludó aleteando la mano y asintió, como si lo conociera de toda la vida y él, torpe y descontrolado, con un nudo en la garganta, manoteó de regreso. En un segundo vivió toda una vida, se miró a sí mismo, acercándose a la doncella, conociéndola, él le contaba historias, ella le cantaba canciones, en un instante ya eran sol y mañana, él abandonaría la misión, se quedaría a servir en el Castillo, se apropiaría de esa identidad que ya no sería falsa, ella se hablaría de sí, de su familia, le enseñaría a ordeñar vacas y más de su oficio de sirvienta. Crecerían juntos, se harían mayores, se prometerían el uno al otro. En un parpadeo, él ya sería todo un hombre y ella una mujer, se desposarían rodeados de la gente de palacio, vivirían ahí dentro, resguardados en sus murallas, nacerían sus hijos, de su sangre y de su carne, con los ojos de ella y la piel de él, con su sonrisa, hijos que no imaginarían en sus sueños salvajes dominar los mares, hijos de tierra firme, acogidos al calor de su cama y sus risas juguetonas. Crecerían, serían hombres y mujeres de bien, les amarían, tendrían a sus propios hijos, rodeados de paz, de calma. Envejecerían juntos y estarían el uno para el otro hasta el último de sus días.

Sueño hermoso, de una vida hermosa, interrumpido al sopetón violento de una palma contra su nuca, lo transportó de regreso a la realidad del mundo, la maestra de cocina le gritaba y le escupía porque el agua era necesaria en la cocina, él tardó en reaccionar y volteó su mirada a buscar a la doncella que reía un poco en bulla mientras trataba de disimular.  Moliese en pedazos las rizas un estrépito, estallido violento de la voz ronca de una mujer, que encaminada directamente a la doncella manoteaba reclamante. La doncella se puso de pie en un sólo movimiento y la sangre le puso la cara roja, a jalones y tirones la mujer de voz ronca la obligó a salir del jardín, sus deberes tampoco estaban cumplidos y habría de pagar las consecuencias por escaparse de nuevo. Deniz se sonrió un poco antes de ser reñido por la maestra cocinera, nuevamente.

Corrieron ambos presurosos a sus respectivas labores, sonriéndose el uno al otro en complicidad traviesa, se despidieron sin decirse nada y el flujo del tiempo retomó su curso. Pasó el día a corretones y zancadas para terminar las labores, no sentía el hambre ni el cansancio, avanzaba sin darse cuenta, como hipnotizado. No bien llegada la noche, no podía dormir, aunque su cuerpo no pudiera ni moverse, agotado. Su mente volaba lejos, a otra parte, como descifrándose el castillo, para sí mismo, más ahora, desinteresado en sus riquezas y tesoros. Destramando el laberinto de lo desconocido, para encontrar de nuevo a aquella joven doncella. Volaba con su mente entre los pasillos y rincones, buscándola, tocando en cada puerta, llamándola por un nombre que aún desconocía, intoxicado por la obsesión de volver a verla. El palpitar de su corazón se le subía a la garganta, olvidó todo lo que conocía, su padre, su nación, su flota y su valía, nada ya importaba, nada ya existía. Un mundo, un universo nuevo se tendían frente a él. Una vida con la que soñaba, una esperanza en el horizonte.

PARTE I   

Arte

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