II
Hubo llegado a cumplir catorce
años; el cuerpo con reminiscencia de un hombre, con ojos verdes turquesa, repletos
de frialdad desolada, ojos asesinos, quemazón de viento su cabello encrespado y
su piel curtida de sol y sangre, aura espectral que brillaba al resplandor de
la luna. Fantasma de sigilo y silencios, asesino patas de gato, el niño Rey,
maestro de los mares, espectro de las olas, niebla homicida de la noche, brioso
guerrero mudo. La guerra palidecía al escuchar su nombre, nada hacía temblar su
espíritu y como todo mancebo impetuoso, sintiéndose conocedor del mundo entero,
de cada detalle de los mares y todos sus recovecos, petulante, altivo y
altanero.
Una noche de verano, la calma en la mar
parecía alarmante y el sonido del silencio se escurría por toda la costa del
puerto de Pantai Angin; dormían todos sus habitantes, embelesados por la calma
nocturna. Para la flota una noche cualquiera, una misión constante. El castillo
Kvārṭj kōṭa centelleaba, aluzado por la luna y la mar dormida, mientras sus
poderosos reyes de los cuarzos y diamantes soñaban con descubrir más minas, con
erguir ascendentes torres de riquezas, nadar en baños de piedras preciosas y cosechar
los frutos ocultos en la tierra.
Pantai Angin la ciudad capital del Reino de
Albann, se extendía en una amplia bahía que era rodeada por un muro de
acueducto, tenía tres entradas a la ciudad con ocho guardias cada una, la
primera era la entrada del Kvārṭj kōṭa y
en sus cavernas guardaban sus barcazas mercantes y de uso común, la segunda era
la entrada Zlatna Porta al puerto de comercio y un laberinto de casonas y posadas le enmarcaba, la tercera era conocida
como Blāk ṭavar y era donde la guardia de los reyes del cuarzo producía sus
armas. Diseñada para ser impenetrable, para proteger sus tesoros en lo profundo
de sus bóvedas en el subsuelo, la nunca saqueada ciudad de diamantes y metales.
Los Marinos decían que las mujeres de Albann podían cantar para las piedras y que,
con sus encantados hechizos de sirena, las capas de la tierra simplemente se
abrían, y tal como las lágrimas de un niño, de ella brotaban sin mayor esfuerzo
sus tesoros preciosos, el hierro, el oro, las esmeraldas, el cuarzo cristalino
y los diamantes. Diseñada para acorazarse de ser necesario, caracol
encaparazonado de riquezas.
La misión, aunque complicada, si bien
planeada, sería rutinaria, el sigilo y la oscuridad de la noche protegerían a
todos los corsarios. Pantai Angin necesitaba de una incursión más prolongada,
no sería presa fácil, virgen pulcra jamás perpetrada, no caería ante el brazo
hosco del grito de guerra, ella sería conquistada con besos, cantos y poesía,
hasta que sus tesoros quedaran al desnudo por voluntad propia. Deniz, Har y sus capitanes organizaron una
mascarada que develaría los misteriosos rincones de Pantai Angin. Cuatro
semanas en total, antes del ataque, se dividirían en comparsas de diez hombres,
fingiendo ser civiles, mercaderes, mozos de cuadra, aprendices de herrero, carpinteros
e incluso mendigos suplicantes. Hombres de baja cuna y poca monta, tratando,
como cientos de otros de hacerse del pan al buche día con día. Invisibles a los
ojos pudientes y avaros, sigilosos como las ratas corriendo por las
callejuelas, ignoradas por los altivos caballos.
Sobre los hombros de Deniz pesaba
una misión individual y particularmente intrincada. Iría directamente a tocar
la puerta del rey Albanno, como cucaracha, se acercaría tanto como le fuera
posible, para saquearle moronas de pan de debajo de las narices, el único que
sería capaz. Se haría pasar por un mozo de cuadra que, con aires de buena
suerte, sería más útil en el castillo, porque, había aprendido a leer. A los
ricos y trompudos les viene en gracia el lastimero cuento de los desvalidos que
rascan sus caminos hasta un peldaño un tanto más alto, pero no tan alto como
hacía sus cumbres. Se compraron ropas, se empolvaron de aires locales y
practicaron los acentos vulgares de sus personajes. Una vez estuvieron todos
listos Deniz mismo de su puño y letra, escribió una carta de recomendación
fingiendo para sí ser un mercader de telas, enorgullecido de un mozalbete
pródigo que haría mejor sirviendo bajo el techo de su alta majestad. Los
palacios son vastos y repletos de tareas, necesitan manos extras de día y de noche.
Entrar a la ciudad no supuso
ningún problema, las caravanas comerciales eran parte del ir venir diario, para
bandoleros de alto oficio, era una mentirilla vana y, dentro de Zlatna Porta
estaban. Atravesar Blāk ṭavar no fue tan sencillo, le interrogaron tres veces,
le escurcaron el cuerpo y sus rincones un par, y finalmente tras demostrar que
era capaz de leer, de dejaron cruzar el umbral hacia el castillo Girazi
Dijamant le llamaban. En tiempo de nada, ya le habían hecho firmar un tratado,
serviría seis días y descansaría el séptimo a partir de la fecha de inicio para
que pudiera bañarse, podría comer dos veces al día y dormiría en las cuadras de
sirvientes, junto a los establos de caballería. Le uniformaron y de inmediato
le enviaron a las cocinas a acarrear agua de los pozos. Para sus adentros reía,
porque toda la farsa le parecía un juego entretenido, él era un actor y el
resto, sus espectadores. Diez toneles de agua se llenaron, treinta arpillas de
poroto azul, un cuarterón y medio de cebollas, para cuando llegó a cargar las
tres lechonas de monte sobre su espalda, ya sudaba a ríos y el juego no le
parecía tan divertido. Las amas de cocina, además, le proferían insultos de los
que todo bucanero se sentiría orgulloso, si no fuera porque, le parecieron
familiares, tal vez se habría sentido ofendido. De primera impresión le
abrumaron las mujeres, que no eran doncellas de cama, espejos de piel y carne
de los mismos marinos gordos, ebrios y violentos que eran sus hombres, curtidas
por el fuego maléfico de cincuenta fogones al rojo vivo, robustas, de manos
rugosas, con los cabellos envueltos en bonetes blancos y delantales
desgastados, echándose a las espaldas cestos llenos de tubérculos de agua,
mientras arrastraban calderos de hierro forjado, como si fueran simples
almohadones de plumas. Pero en unas pocas horas, era como si nunca hubiera
bajado del barco. Las lavanderas eran chismosas y altaneras, las cocineras
hoscas y de temer, las flacas y temblorosas barrenderas eran similares a ratas
de nueces, siempre correteando a rastras para limpiar más y más. El resto de
los hombres le venía lo mismo, groseros, sucios y ajetreados, el castillo no se
hizo más que un barco que no podía moverse. Bien entrada la tarde, mientras él
mismo correteaba al llamado de los toneles de agua limpia, descubrió un
descanso abierto, un inesperado jardín con una fuente cristalina, entre medio
de las cocinas y las conejeras. Plagado de flores, de aves que no conocía,
árboles frutales y el aroma de cientos y cientos de hierbas para especiar.
Ahí, de manera insospechada, el
sonido, el tiempo y la luz, se detuvieron. Era como si hubiera sido golpeado
por un rayo, una aparición, era luz silenciosa, una visión de fuego y agua.
Centelleante como un volcán, pálida como la nieve y sigilosa como el andar de
un río. Sentada, inadvertida del mundo que corría a su derredor, ella todo al
mismo tiempo, fuego, agua, el mar, la nieve, los desiertos, el amanecer y el
ocaso. Descansaba postrada en la fuente, en su regazo un conejo de pelo
caramelo, con un vestido de lechera simple, un paño bordado de flores en su
cabeza, un delantal avejentado y con los pies descalzos. Un tanto más pequeña
de lo que debería, con la piel blanca como leche, el cabello rojo como los
atardeceres, delgada, casi frágil como las hojas secas, unas pocas pecas sobre
su nariz delicada, de labios gruesos y tersos como botones de rosa y sus ojos,
unos ojos enormes y redondos, del azul más profundo que se vio en los
mares, hondos, abismales, penetrantes,
intensos, brillantes como la luna y las estrellas, dulces como los cantares de
la lluvia, insoldables como cielo nocturno, creadores de un desconocido averno,
en el que Deniz, ya había caído. Cantaba un arrullo, sin letra, más un murmullo
que una canción y remolineaba el pelaje del conejo que dormía plácidamente en
un paraíso inimaginable, Deniz deseó y profirió a los espíritus del cielo o a
los demonios del mar, desaparecer de todo lo que era y despertar como nuevo,
habitando el cuerpo de aquel conejo. Deleitándose en el placer del paraíso, existiendo
sólo, en los brazos de aquella joven doncella. Estuvo de pie inamovible, sin
respirar por lo que pareció una eternidad, pero no el suficiente tiempo, no, no
era el suficiente tiempo. Ni su cuerpo cansado, ni sus manos temblorosas, ni
los gritos a sus espaldas lo hicieron moverse un poco. El tiempo no avanzaba,
el mundo entero ya no existía, en todo el universo, sólo quedaban él y la
doncella. Y sin esperarlo, aunque deseándolo, ella elevó su mirada y la clavó
en él. La sangre se le subió al rostro y su piel se crispó como la de un gato,
había quedado expuesto al descubierto y con la guardia baja, deseó correr, pero
no pudo mover un dedo, no podía desviar la mirada, aquella fuerza era muy
poderosa, lo sometía, lo controlaba. Sintió sus rodillas desplomarse, aunque
seguía de pie, cuando ella, tiernamente, esbozó una sonrisa hacía él, le saludó
aleteando la mano y asintió, como si lo conociera de toda la vida y él, torpe y
descontrolado, con un nudo en la garganta, manoteó de regreso. En un segundo
vivió toda una vida, se miró a sí mismo, acercándose a la doncella,
conociéndola, él le contaba historias, ella le cantaba canciones, en un
instante ya eran sol y mañana, él abandonaría la misión, se quedaría a servir
en el Castillo, se apropiaría de esa identidad que ya no sería falsa, ella se
hablaría de sí, de su familia, le enseñaría a ordeñar vacas y más de su oficio
de sirvienta. Crecerían juntos, se harían mayores, se prometerían el uno al
otro. En un parpadeo, él ya sería todo un hombre y ella una mujer, se
desposarían rodeados de la gente de palacio, vivirían ahí dentro, resguardados
en sus murallas, nacerían sus hijos, de su sangre y de su carne, con los ojos
de ella y la piel de él, con su sonrisa, hijos que no imaginarían en sus sueños
salvajes dominar los mares, hijos de tierra firme, acogidos al calor de su cama
y sus risas juguetonas. Crecerían, serían hombres y mujeres de bien, les
amarían, tendrían a sus propios hijos, rodeados de paz, de calma. Envejecerían
juntos y estarían el uno para el otro hasta el último de sus días.
Sueño hermoso, de una vida
hermosa, interrumpido al sopetón violento de una palma contra su nuca, lo
transportó de regreso a la realidad del mundo, la maestra de cocina le gritaba
y le escupía porque el agua era necesaria en la cocina, él tardó en reaccionar
y volteó su mirada a buscar a la doncella que reía un poco en bulla mientras
trataba de disimular. Moliese en pedazos
las rizas un estrépito, estallido violento de la voz ronca de una mujer, que
encaminada directamente a la doncella manoteaba reclamante. La doncella se puso
de pie en un sólo movimiento y la sangre le puso la cara roja, a jalones y
tirones la mujer de voz ronca la obligó a salir del jardín, sus deberes tampoco
estaban cumplidos y habría de pagar las consecuencias por escaparse de nuevo.
Deniz se sonrió un poco antes de ser reñido por la maestra cocinera,
nuevamente.
Corrieron ambos presurosos a sus respectivas labores, sonriéndose el uno al otro en complicidad traviesa, se despidieron sin decirse nada y el flujo del tiempo retomó su curso. Pasó el día a corretones y zancadas para terminar las labores, no sentía el hambre ni el cansancio, avanzaba sin darse cuenta, como hipnotizado. No bien llegada la noche, no podía dormir, aunque su cuerpo no pudiera ni moverse, agotado. Su mente volaba lejos, a otra parte, como descifrándose el castillo, para sí mismo, más ahora, desinteresado en sus riquezas y tesoros. Destramando el laberinto de lo desconocido, para encontrar de nuevo a aquella joven doncella. Volaba con su mente entre los pasillos y rincones, buscándola, tocando en cada puerta, llamándola por un nombre que aún desconocía, intoxicado por la obsesión de volver a verla. El palpitar de su corazón se le subía a la garganta, olvidó todo lo que conocía, su padre, su nación, su flota y su valía, nada ya importaba, nada ya existía. Un mundo, un universo nuevo se tendían frente a él. Una vida con la que soñaba, una esperanza en el horizonte.
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