martes, 9 de abril de 2019

EL HOMBRE EN EL ROPERO




La abuela murió. Fue un domingo por la mañana, pero bien pudo haber sido media noche; llovía tanto que casi no se veía tres pasos adelante. Mi mamá me sujetaba fuertemente de la mano mientras caminaba, ausente, lejana. Ahogada por las sombras a su alrededor. Hacía frío, todavía me acuerdo: me dolían los huesos de traer puesto el abrigo de lana empapado. Los deudos eran pocos, casi todos viejos, medio muertos, aletargados y silenciosos. Mi hermano Paco y yo estábamos cansados, toda la noche en vela agarrándole la mano fría cuando ya ni parecía que estuviera ahí. La verdad me acuerdo poco de ella, casi nunca íbamos a verla al rancho. Además, que poca gracia le hacía si jugábamos con las gallinas, todo olía a vaca y cuando hacía mole el guajolote descabezado nos correteaba hasta desangrarse. Nos gritaba si brincábamos en su cama “¡Ya te dije que va salir el viejo sin pellejo a lamerte la cara!” o “Te va a llevar y ni los huesos va a dejar” para alejarnos lo que más pudiera de sus cosas.

Pero mi mamá la quería mucho o eso dice. Mi abuelo se murió por subirse a un buey de arado una vez que andaba borracho, quién iba a decir; un güey arriba de un buey. El buey iracundo lo arrastro por la milpa hasta que casi lo dejó sin cara. Mi mamá tenía quince años. Después de eso mi abuela juntó todos sus ahorros para mandar a mi mamá hasta León a que estudiara una carrera comercial. Unos años después mi mamá conoció a mi papá, ella era secretaria del director de un banco y mi papá era su contador. Mi abuela nunca lo quiso nada, decía que esos güeros de Guadalajara no sirven para nada. Que no son hombres de deveras y esas cosas que dicen los viejitos porque en los ranchos no hay agua corriente y apenas tienen luz. Sólo se quedan ellos con sus fantasmas y están muy acostumbrados a ellos cómo para dejarlos ir. 

Cuando ya por fin la enterraron y todos se fueron tuvimos que bajar el cerro de regreso, entre la tierra lodosa. Paco se cayó dos veces, ella ni voltearlo a ver quiso. Se embarró todo de lodo de ese que pinta de rojo. Llegamos a la casa, mi mamá no nos hablaba, pero ayudó a Paco a cambiarse y se puso a hacer un caldo para la comida. Comimos caldo de res con arroz rojo, para calentarnos. Afuera todavía llovía a cántaros, parecía que mi mamá era el cielo y dejaba caer su tristeza sobre nosotros, la casa, el rancho y las gallinas. 

Quería irme desesperadamente, nunca me gustó estar ahí. Para cuando por fin cayó la noche nos hizo dormir en la cama de la abuela, la cama dónde se había muerto; sólo porque era la grande. Nos arropó y cantó una canción que le cantaban a ella, una de las canciones viejitas para niños que dan más miedo que nada. Sin mirarnos a la cara, como si ni quisiera que estuviésemos ahí.  El diluvio no paraba, a lo lejos se oía a un burro sufrir con cada trueno. No podía dormir porque la cama todavía olía a ella; naftalina y jabón hecho en casa. Un rayo iluminó la habitación, pude ver el ropero viejo frente a mí con sus apolilladas puertas cerradas y el pequeño espejo empotrado cubierto de polvo. Me dio miedo, hay algo con los espejos en la noche; como que reflejan cosas que uno no quiere ver.

El chillido del viento azotado por la lluvia, la gotera frente a la cama y el recuerdo de ella no me ayudaban a cerrar los ojos. En medio del escándalo de silencios un estallido frío me invadió el alma. Era el rechinido de la puerta del ropero, lento y atacante. Sobresalto inmóvil, un susto ahogado, contenido y estático. La respiración se me agarrotaba tras la garganta, inerme e incapaz de cerrar los ojos; deseando intensamente desaparecer. El galopante palpitar de mi corazón me empujaba hasta el fondo de mí. Ahí fue cuando lo vi. Emergió lentamente, reptando, estaba hecho como de niebla, como de humo. El vacío del silencio lo inundó todo, me ahogaba. Trataba de contener todo movimiento, sentí que al parpadear produciría estruendo comparable al estallido de una mina.


Era inevitable, girando su rostro trasluciente lentamente fijo su mirada en la mía. Sus ojos eran de perro a nada de morder, su boca mueca deformada; casi me sonrió. No podía moverme, no era capaz de reaccionar, los gritos más fuertes que jamás he pegado se murieron ahogados. Entonces avanzó, movió sus pesuñas de niebla hacía la cama, mirándome presa fácil. Con extrañeza me di cuenta de que no era raro sino súbitamente familiar, sus facciones y movimientos, tan parte de mí como mis manos o mis pies. Tan familiar como era Paco, dormido junto a mí. Mi respiración se hacía tormenta a cada paso que el hombre daba. Al borde de la cama sobresalía mi pie derecho, se detuvo, lo miró y con sus garras de buitre un ligero cosquilleo me dio. De golpe me incorporé en la cama y así de golpe ya no estaba. Al mirar al lado izquierdo un reptil lengüetazo me mojó la cara, era él respirándome al oído y conteniendo una carcajada. Las lágrimas me brotaron incontrolables, escuché el rechinar de la puerta del ropero, volteé a mirarle. Estaba ahí parado, sereno y callado. Su sonrisa burlona hizo sudarme, ahí fue cuando se llevó un dedo a la boca deforme, con su sonrisa de complacencia me miró fijo y con un gesto insinuó callarme. Primero metió un pie y luego el otro, así siguió hasta que sólo su cabeza torcida continuaba mirándome, cerró entonces la puerta durante una eternidad que duró un instante.



Un trueno de estrépito y un rayo de luz me provocaron sentarme, seguía llorando y no podía controlarme. Paco despertó, encendió la lámpara del mueble de noche, me miró, me abrazó y sostuvo fuerte. “¿Qué ha pasado? ¿Qué te ocurre?” yo no era capaz de hablarle, aún creía su lengua pegajosa lamiendo mis lágrimas saladas.
No importa el tiempo ni los años que pasen, aún por las noches veo sus ojos en la oscuridad mirándome. Un escalofrío sudoroso recorre mi espina al pensar una y otra vez que él era tan familiar, tan conocido como lo son mis manos, mis pies, como Paco yaciendo dormido, como la luna al anochecer. 

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