jueves, 7 de marzo de 2024

Deniz II

 


II

Hubo llegado a cumplir catorce años; el cuerpo con reminiscencia de un hombre, con ojos verdes turquesa, repletos de frialdad desolada, ojos asesinos, quemazón de viento su cabello encrespado y su piel curtida de sol y sangre, aura espectral que brillaba al resplandor de la luna. Fantasma de sigilo y silencios, asesino patas de gato, el niño Rey, maestro de los mares, espectro de las olas, niebla homicida de la noche, brioso guerrero mudo. La guerra palidecía al escuchar su nombre, nada hacía temblar su espíritu y como todo mancebo impetuoso, sintiéndose conocedor del mundo entero, de cada detalle de los mares y todos sus recovecos, petulante, altivo y altanero.

 Una noche de verano, la calma en la mar parecía alarmante y el sonido del silencio se escurría por toda la costa del puerto de Pantai Angin; dormían todos sus habitantes, embelesados por la calma nocturna. Para la flota una noche cualquiera, una misión constante. El castillo Kvārṭj kōṭa centelleaba, aluzado por la luna y la mar dormida, mientras sus poderosos reyes de los cuarzos y diamantes soñaban con descubrir más minas, con erguir ascendentes torres de riquezas, nadar en baños de piedras preciosas y cosechar los frutos ocultos en la tierra.

 Pantai Angin la ciudad capital del Reino de Albann, se extendía en una amplia bahía que era rodeada por un muro de acueducto, tenía tres entradas a la ciudad con ocho guardias cada una, la primera era la entrada del Kvārṭj kōṭa  y en sus cavernas guardaban sus barcazas mercantes y de uso común, la segunda era la entrada Zlatna Porta al puerto de comercio y un laberinto de casonas y  posadas le enmarcaba, la tercera era conocida como Blāk ṭavar y era donde la guardia de los reyes del cuarzo producía sus armas. Diseñada para ser impenetrable, para proteger sus tesoros en lo profundo de sus bóvedas en el subsuelo, la nunca saqueada ciudad de diamantes y metales. Los Marinos decían que las mujeres de Albann podían cantar para las piedras y que, con sus encantados hechizos de sirena, las capas de la tierra simplemente se abrían, y tal como las lágrimas de un niño, de ella brotaban sin mayor esfuerzo sus tesoros preciosos, el hierro, el oro, las esmeraldas, el cuarzo cristalino y los diamantes. Diseñada para acorazarse de ser necesario, caracol encaparazonado de riquezas. 

 La misión, aunque complicada, si bien planeada, sería rutinaria, el sigilo y la oscuridad de la noche protegerían a todos los corsarios. Pantai Angin necesitaba de una incursión más prolongada, no sería presa fácil, virgen pulcra jamás perpetrada, no caería ante el brazo hosco del grito de guerra, ella sería conquistada con besos, cantos y poesía, hasta que sus tesoros quedaran al desnudo por voluntad propia.  Deniz, Har y sus capitanes organizaron una mascarada que develaría los misteriosos rincones de Pantai Angin. Cuatro semanas en total, antes del ataque, se dividirían en comparsas de diez hombres, fingiendo ser civiles, mercaderes, mozos de cuadra, aprendices de herrero, carpinteros e incluso mendigos suplicantes. Hombres de baja cuna y poca monta, tratando, como cientos de otros de hacerse del pan al buche día con día. Invisibles a los ojos pudientes y avaros, sigilosos como las ratas corriendo por las callejuelas, ignoradas por los altivos caballos.

Sobre los hombros de Deniz pesaba una misión individual y particularmente intrincada. Iría directamente a tocar la puerta del rey Albanno, como cucaracha, se acercaría tanto como le fuera posible, para saquearle moronas de pan de debajo de las narices, el único que sería capaz. Se haría pasar por un mozo de cuadra que, con aires de buena suerte, sería más útil en el castillo, porque, había aprendido a leer. A los ricos y trompudos les viene en gracia el lastimero cuento de los desvalidos que rascan sus caminos hasta un peldaño un tanto más alto, pero no tan alto como hacía sus cumbres. Se compraron ropas, se empolvaron de aires locales y practicaron los acentos vulgares de sus personajes. Una vez estuvieron todos listos Deniz mismo de su puño y letra, escribió una carta de recomendación fingiendo para sí ser un mercader de telas, enorgullecido de un mozalbete pródigo que haría mejor sirviendo bajo el techo de su alta majestad. Los palacios son vastos y repletos de tareas, necesitan manos extras de día y de noche.

Entrar a la ciudad no supuso ningún problema, las caravanas comerciales eran parte del ir venir diario, para bandoleros de alto oficio, era una mentirilla vana y, dentro de Zlatna Porta estaban. Atravesar Blāk ṭavar no fue tan sencillo, le interrogaron tres veces, le escurcaron el cuerpo y sus rincones un par, y finalmente tras demostrar que era capaz de leer, de dejaron cruzar el umbral hacia el castillo Girazi Dijamant le llamaban. En tiempo de nada, ya le habían hecho firmar un tratado, serviría seis días y descansaría el séptimo a partir de la fecha de inicio para que pudiera bañarse, podría comer dos veces al día y dormiría en las cuadras de sirvientes, junto a los establos de caballería. Le uniformaron y de inmediato le enviaron a las cocinas a acarrear agua de los pozos. Para sus adentros reía, porque toda la farsa le parecía un juego entretenido, él era un actor y el resto, sus espectadores. Diez toneles de agua se llenaron, treinta arpillas de poroto azul, un cuarterón y medio de cebollas, para cuando llegó a cargar las tres lechonas de monte sobre su espalda, ya sudaba a ríos y el juego no le parecía tan divertido. Las amas de cocina, además, le proferían insultos de los que todo bucanero se sentiría orgulloso, si no fuera porque, le parecieron familiares, tal vez se habría sentido ofendido. De primera impresión le abrumaron las mujeres, que no eran doncellas de cama, espejos de piel y carne de los mismos marinos gordos, ebrios y violentos que eran sus hombres, curtidas por el fuego maléfico de cincuenta fogones al rojo vivo, robustas, de manos rugosas, con los cabellos envueltos en bonetes blancos y delantales desgastados, echándose a las espaldas cestos llenos de tubérculos de agua, mientras arrastraban calderos de hierro forjado, como si fueran simples almohadones de plumas. Pero en unas pocas horas, era como si nunca hubiera bajado del barco. Las lavanderas eran chismosas y altaneras, las cocineras hoscas y de temer, las flacas y temblorosas barrenderas eran similares a ratas de nueces, siempre correteando a rastras para limpiar más y más. El resto de los hombres le venía lo mismo, groseros, sucios y ajetreados, el castillo no se hizo más que un barco que no podía moverse. Bien entrada la tarde, mientras él mismo correteaba al llamado de los toneles de agua limpia, descubrió un descanso abierto, un inesperado jardín con una fuente cristalina, entre medio de las cocinas y las conejeras. Plagado de flores, de aves que no conocía, árboles frutales y el aroma de cientos y cientos de hierbas para especiar.

Ahí, de manera insospechada, el sonido, el tiempo y la luz, se detuvieron. Era como si hubiera sido golpeado por un rayo, una aparición, era luz silenciosa, una visión de fuego y agua. Centelleante como un volcán, pálida como la nieve y sigilosa como el andar de un río. Sentada, inadvertida del mundo que corría a su derredor, ella todo al mismo tiempo, fuego, agua, el mar, la nieve, los desiertos, el amanecer y el ocaso. Descansaba postrada en la fuente, en su regazo un conejo de pelo caramelo, con un vestido de lechera simple, un paño bordado de flores en su cabeza, un delantal avejentado y con los pies descalzos. Un tanto más pequeña de lo que debería, con la piel blanca como leche, el cabello rojo como los atardeceres, delgada, casi frágil como las hojas secas, unas pocas pecas sobre su nariz delicada, de labios gruesos y tersos como botones de rosa y sus ojos, unos ojos enormes y redondos, del azul más profundo que se vio en los mares,  hondos, abismales, penetrantes, intensos, brillantes como la luna y las estrellas, dulces como los cantares de la lluvia, insoldables como cielo nocturno, creadores de un desconocido averno, en el que Deniz, ya había caído. Cantaba un arrullo, sin letra, más un murmullo que una canción y remolineaba el pelaje del conejo que dormía plácidamente en un paraíso inimaginable, Deniz deseó y profirió a los espíritus del cielo o a los demonios del mar, desaparecer de todo lo que era y despertar como nuevo, habitando el cuerpo de aquel conejo. Deleitándose en el placer del paraíso, existiendo sólo, en los brazos de aquella joven doncella. Estuvo de pie inamovible, sin respirar por lo que pareció una eternidad, pero no el suficiente tiempo, no, no era el suficiente tiempo. Ni su cuerpo cansado, ni sus manos temblorosas, ni los gritos a sus espaldas lo hicieron moverse un poco. El tiempo no avanzaba, el mundo entero ya no existía, en todo el universo, sólo quedaban él y la doncella. Y sin esperarlo, aunque deseándolo, ella elevó su mirada y la clavó en él. La sangre se le subió al rostro y su piel se crispó como la de un gato, había quedado expuesto al descubierto y con la guardia baja, deseó correr, pero no pudo mover un dedo, no podía desviar la mirada, aquella fuerza era muy poderosa, lo sometía, lo controlaba. Sintió sus rodillas desplomarse, aunque seguía de pie, cuando ella, tiernamente, esbozó una sonrisa hacía él, le saludó aleteando la mano y asintió, como si lo conociera de toda la vida y él, torpe y descontrolado, con un nudo en la garganta, manoteó de regreso. En un segundo vivió toda una vida, se miró a sí mismo, acercándose a la doncella, conociéndola, él le contaba historias, ella le cantaba canciones, en un instante ya eran sol y mañana, él abandonaría la misión, se quedaría a servir en el Castillo, se apropiaría de esa identidad que ya no sería falsa, ella se hablaría de sí, de su familia, le enseñaría a ordeñar vacas y más de su oficio de sirvienta. Crecerían juntos, se harían mayores, se prometerían el uno al otro. En un parpadeo, él ya sería todo un hombre y ella una mujer, se desposarían rodeados de la gente de palacio, vivirían ahí dentro, resguardados en sus murallas, nacerían sus hijos, de su sangre y de su carne, con los ojos de ella y la piel de él, con su sonrisa, hijos que no imaginarían en sus sueños salvajes dominar los mares, hijos de tierra firme, acogidos al calor de su cama y sus risas juguetonas. Crecerían, serían hombres y mujeres de bien, les amarían, tendrían a sus propios hijos, rodeados de paz, de calma. Envejecerían juntos y estarían el uno para el otro hasta el último de sus días.

Sueño hermoso, de una vida hermosa, interrumpido al sopetón violento de una palma contra su nuca, lo transportó de regreso a la realidad del mundo, la maestra de cocina le gritaba y le escupía porque el agua era necesaria en la cocina, él tardó en reaccionar y volteó su mirada a buscar a la doncella que reía un poco en bulla mientras trataba de disimular.  Moliese en pedazos las rizas un estrépito, estallido violento de la voz ronca de una mujer, que encaminada directamente a la doncella manoteaba reclamante. La doncella se puso de pie en un sólo movimiento y la sangre le puso la cara roja, a jalones y tirones la mujer de voz ronca la obligó a salir del jardín, sus deberes tampoco estaban cumplidos y habría de pagar las consecuencias por escaparse de nuevo. Deniz se sonrió un poco antes de ser reñido por la maestra cocinera, nuevamente.

Corrieron ambos presurosos a sus respectivas labores, sonriéndose el uno al otro en complicidad traviesa, se despidieron sin decirse nada y el flujo del tiempo retomó su curso. Pasó el día a corretones y zancadas para terminar las labores, no sentía el hambre ni el cansancio, avanzaba sin darse cuenta, como hipnotizado. No bien llegada la noche, no podía dormir, aunque su cuerpo no pudiera ni moverse, agotado. Su mente volaba lejos, a otra parte, como descifrándose el castillo, para sí mismo, más ahora, desinteresado en sus riquezas y tesoros. Destramando el laberinto de lo desconocido, para encontrar de nuevo a aquella joven doncella. Volaba con su mente entre los pasillos y rincones, buscándola, tocando en cada puerta, llamándola por un nombre que aún desconocía, intoxicado por la obsesión de volver a verla. El palpitar de su corazón se le subía a la garganta, olvidó todo lo que conocía, su padre, su nación, su flota y su valía, nada ya importaba, nada ya existía. Un mundo, un universo nuevo se tendían frente a él. Una vida con la que soñaba, una esperanza en el horizonte.

PARTE I   

Arte

Deniz

 


I

 

Nació a la sombra nocturna de la magna luna Nyth bañada en sangre, mientras la segunda luna temerosa titilaba aurea  y sigilosa. Gritos y llantos plagaron el aire, aluzaron la vida, que no da nada sin recibir a cambio; pagada con sangre su entera existencia. Le cobró a su madre, muerta entre lágrimas, sonrisas y un golpe sordo que decía - “¡No te atrevas a morir! ¿me oíste? ¡No te atrevas a dejarme aquí, sin ti!”- Abrió los ojos a la luz, tras que ella los cerrara, ojos de esmeralda, cual mar en los arrecifes, y risos rubios, como el sol del medio día, aún bañados en sangre, de piel como la arena y labios finos, el vivo espejo de su padre cuando joven. Cada vena en su pequeño cuerpo acarreaba oleajes de agua marina en lugar de sangre, la piel era sal, los pies de espuma, le latía el pecho al son de las olas, más un pez que un niño, rebelde como la mar amarga, y en su delicada piel, perduraba aún el aroma su madre, que le nombró Deniz y cuya vida se esfumó en un sollozo.

Tenía el océano en los ojos, en el aliento y la piel, niño de agua, niño de navío, Príncipe pirata.  La mar se llevó lo que quedó de su madre, y la mar en su madre se convirtió desde ese instante, hasta el día que se extinguiese su luz.  Su padre gobernaba los océanos y sus mares, en las costas de toda la Tierra, temido y admirado por igual. El señor de aguas tormentosas, Gobernante de los maremotos y Väktare supremo de los barcos mercenarios del Bajak Laut, Sacro líder de dieciocho embarcaciones, Rey de legionarios proscritos, armadas hasta las negras velas sedientas de muerte, Har el rey bandido de los mares nocturnos, nombró a ese hijo nacido de entre la sangre y el sopor; Deniz Môr, La isla de luna oscura; aquél que matase a su madre para pagar su deuda con la vida. Creció por las noches como la marea, y sus arrullos fueron el vaivén de la mar en los cascos de su barco y el romper de las olas furiosas. La niñez no se sentía, las canciones no sonaban en la eterna espera de momentos de ternura, el veneno del odio, la guerra y la ira eran compañeros de juegos, a la sombra de posiblemente poseer una pieza de oro, un trozo de plata, un castillo naval en el infierno marino.

Las aventuras y las batallas eran eterno menester, los cuernos de guerra las nanas más arrulladoras, el mozo de cubierta apenas al comenzar a caminar, sostuvo mandobles hábilmente antes de perder los dientes de bebé, ya entre sus dedos corría la sangre de su primera víctima y recién cumplía ocho años. En los mercados portuarios de numerosas naciones; robaba diestro y sigiloso, lo mismo a los más altos señores como a los mismos pordioseros. Se volvió timonel de su flota cuando tuvo diez años, lo que le hizo sentir que ya era todo un hombre insurrecto e invencible. Navegaba entre maremotos y tifones a las diestras órdenes de su señor. El príncipe de la tempestad se cultivaba día a día en artes prohibidas de mercenarios marinos, venerado por los miserables, y no alcanzaba ni dos varas de alto. Era sabido que una noche, finalmente fue lo suficientemente hombre para acompañar a su tripulación a un saqueo en tierra firme, cauteloso y tan quedo como le fue posible se escabulló en una posada de marinos a pie del puerto, en sus adentros había al menos ochenta hombres negros con círculos blancos dibujados en la frente y figuras salientes como cuchillas pintadas en los pómulos de color rojo. Regado por el suelo un tesoro de diamantes y esmeraldas revueltos en sobras de un festín de ñu que; una colonia de ratas, mordisqueaban  ladronas, barricas vacías rodaban en el suelo  y un fuego  en una hoguera céntrica iluminaba  la estancia,  todos ebrios dormían despreocupados, algunos incluso yacían desnudos en los brazos de las mozas de cocina. El trabajo era simple, “apaga la luz y corta la garganta del líder”, un hombre gigante y musculoso ataviado en dagas y seis espadas sujetas al cinturón, se distinguía de los demás por una cicatriz inmensa en sus pómulos  en forma de media luna y a su lado izquierdo se reflejaba cual espejo. Un movimiento sólo y todo terminó, escurrió la sangre y se apagó la luz, todos sus vasallos entraron y dieron caza a todos los ilusos que dormían, se llevaron los diamantes y el vino que sobró tan rápido como un suspiro. Ardió la posada en un parpadeo, para cuando pudo recobrar el aliento el barco encallaba en un nuevo puerto.

Probado fue, que ya era un hombre, digno hijo del Bajak Laut. Cuando recién esbozó los doce años, su señor Väktare le dijo que para ser capitán de su propia nave tendría que ser un hombre real, de verdad, como el resto de la tripulación, cada palabra que salía de la boca de Har cargaba el peso de mil quintales a sus hombros, todo era siempre una prueba, siempre un reto, siempre un “quizá te amase si acaso digno fueses”, competía contra la dureza de las rocas, atravesaba todos los infiernos, sólo para entregarle a su Señor, lo que desease. Alzábase delante de él un nuevo reto, un risco sobrecogedor que afrontaría cuesta arriba, con miedo, un miedo nuevo como ningún otro. Zarparon presto hacía un nuevo confín, que abarracar en el puerto de Ytter Risya, una Ciudad mercante en la costa oeste de Rymon, en los trópicos sureños de la Alianza Kherrym. La más importante de los mares de Dazare, a lo menos un millar de habitantes con incontables riquezas, especias, animales de alta caza, frutos de tierras lejanas, comercio de esclavos, trueque de armas, mujeres, licores y telas exóticas.  Érase un puerto de gran belleza, mar turquesa, atardeceres soñadores y flores salvajes creciendo por doquier. Paraíso vedado y culto por mares y bahías tempestuosas.

 Caminaron por una avenida concurrida y ruidosa que se alzaba sobre la bahía, hasta llegar a una casona de piedra con techos de hojarasca de palma y vigas de cocotero, se abrió la puerta de madera y emergió una elegante mujer de suave sonrisa y ojos intensos, con la piel color de arena y el cabello castaño trenzado  y al hombro, caderas anchas, envuelta en seda transparente, amarrada por joyas lustrosas, tenía el aroma de la vainilla en su piel, sus labios brillaban como la miel al sol y sus pasos tersos la hacían flotar lentamente, como una mota de diente de león, a la deriva del viento.  Sin miras de pudor; besó a su padre y con una sonrisa cómplice, le ofreció entrar, arrastrando al grupo entero de hombres, como las corrientes, que sin darse cuenta ya habían atravesado por dos jardines custodiados por guardias gigantescos, con piel oscura y rasgos Manukhī, era una fuerza más intensa que la de la guerra, un maremoto más potente que el de un ciclón, era el potente golpe del deseo. En la estancia principal, la luz cobraba un color distinto, doce mujeres campantemente desnudas, juguetonas y seductoras, impregnaban el aire de dulzor fresco de moras enmeladas, en somieres a la intemperie, únicamente envueltos por doseles traslúcidos y maceteros de flores veraniegas, atendían a sus clientes con placer y júbilo.

 Las Doncellas de cama no le eran nada nuevo, en el barco; la tripulación entera contrataba oleadas en cada puerto, incluso había matado unas pocas embusteras que les quisieron robar sus joyas, su padre intentó convencerlo, en más de una ocasión de que un par de ellas pudo ser una buena madre, mejor figura de apego que él, sin duda, pero más nunca pudo verles como algo más que sirvientas errantes, como muchos otros, que iban y venían en los puertos. Sabía de sus labores, entendía sus andares, pero le parecían lejanos e indescifrables, como las personas que vivían en tierra firme.  Jamás antes se vio a sí mismo en presencia de actos carnales de frente, conservaba una inocencia que percibía desconocida, acallada por el ruido de la violencia y el grito de la muerte. Un temblor incómodo y sobrecogedor le recorría el cuerpo de arriba abajo. Tiritaba mientras fijaba la mirada en un punto muerto, alejándose de todo y todos los que lo rodeaban. Más nunca había temido así por su vida, su hombría y su valor siempre a prueba. Esta era una misión que no sentía el poder de cumplir.

Poco a poco desaparecieron todos los que lo rodeaban, lo condujeron lentamente a un patio jardín trasero, y en el fondo una cabaña pequeña, construida de barro y pedregales, más una cueva que una casa. Rodeada de enredaderas espinosas, coronadas con capullos blancos y a la vista saltaban mariposas de viento, revoloteando entre las flores. Abriese la puerta con un crujido, el cuarto circular estaba lleno de incienso y guirnaldas de flores secas, la luz era tenue, menos un punto central aluzado por un tragaluz en el techo, apuntando a un camastro redondo, con sábanas sedosas, alrededor vinos, fiambres y frutos varios, sí era una cueva, una cueva oscura, repleta de una magia extraña.    Ahí reposaba sobre un camastro de almohadones una cortesana particularmente hermosa, unos quince años, más una niña como él, que una mujer; con ojos ámbar y piel canela, de cabello negro y vaporoso que le colgaba hasta las rodillas, sus labios gruesos esbozaban una sonrisa un tanto traviesa, un mucho nerviosa, vestía nada más que collares sobre sus pechos morenos y vastos, se escurría un velo ligero y rojo entre sus piernas seductoras. Se puso de pie y quedó desnuda por completo, les dio la bienvenida y miró a su padre fingiendo lujuria de ninfómana, parecía repasar un protocolo recién aprendido, en su cabeza, buscando atraer y complacer.  El alto señor Väktare ni se inmutó, asintió solemnemente y le explicó que necesitaba que transformase a su hijo Deniz en un Hombre, del niño de pecho que aún era. Deniz se sonrojó y frunció el ceño avergonzado, era humillado nuevamente, se encogió de hombros y bufó silenciosamente. La cortesana asintió y dijo estar decepcionada de no poder acostarse con el poderoso Väktare, obra y gracia divina de los Mares; los despidió amablemente mientras la anfitriona condujo a Har al otro lado del caserío, hasta una cabaña majestuosa en el centro de un patio distinto. Antes de salir Har dijo, en tono recio a Deniz “No nos decepciones, no nos deshonres, no tengo un ternero de leche, he criado un hombre”. Ejercía su poder nuevamente, le daba a cargar un peso imposible, para alzarse encima de los inferiores como él, era el Väktare al fin y al cabo. Por fin solos y Deniz trepidaba incontrolablemente en nerviosismo, no era ajeno para él lo que iba a pasar, siempre escuchaba historias de marinos, prometiéndole la misma dicha y gloria, y a pesar de múltiples conquistas a barcos enemigos, del saqueo, la guerra y sangre derramada, de los tesoros que acumulaba en la bóveda de su nave y de la promesa de ser el futuro capitán de su barco, en ese momento se sentía ínfimo, diminuto, tal como niño, el niño que, por hecho, era. Se sentó en a cama de almohadones, tieso como esfinge, los ojos abiertos, dilatados y con las pestañas rígidas mirando al vacío, podía sentir vidrio rasgándole las entrañas y un sudor frío que le bajaba por la espalda. Un miedo incomparable, ni el estruendo del cañón, ni el azotar de las olas se comparaba.  La quietud era asfixiante, hasta que un “Mi nombre es Thâlë” acribilló al silencio, “Deniz” contestó, corto y tajante.  Thâlë rio ante su rigidez nerviosa, parecía de disfrutar el nerviosismo de Deniz, le recordaba algo que hace no mucho había olvidado, burlona se acercaba tanto para invadir su espacio como si lo asechara, cual depredador, le besó en la mejilla y soltó una carcajada cuando el cuerpo entero de Deniz se crispó.

Deniz no soportaba la compañía de mujeres, eran criaturas lejas y extrañas, parecidas a los Manukhī, otra especie, de otra lengua. Los marinos no se parecían en nada a Thâlë, y él sólo había compartido con marinos borrachos su vida entera, estaba prohibido, ni siquiera las mujeres en Bajak Laut, diez años atrás el Väktare, ordenó a todas alejarse, después que lo destetaron de su ama de leche, “Las mujeres sólo acarrean debilidad” dijo, todas las mujeres, desde el seno dulce de sus nanas, hasta la cara agrietada de las mozas de cuadra, todas y cada una, sólo podían volverlo débil, y el futuro Väktare no podía darse el lujo de ser débil, no podía comprometer quinientos y veinticinco años del imperio, ante la debilidad de un eslabón. Se sentía invadido por Thâlë, le causaba repulsión con la cercanía de su aroma penetrando la habitación, atacado por su belleza vulgar, por su risa burlona y sus ojos punzantes, en cierto momento se sintió decidido a empujarla, a escupirle, eso es lo que hace un hombre de verdad ante los débiles, ante lo frágil, pero se detuvo al pensar en su padre “no me decepciones” le dijo y era su líder Väktare y le había dado una orden. Se quedó quieto y silencioso, rígido como piedra, inamovible, inconmovible, mientras Thâlë le besaba el cuello y las orejas, desabotonaba sus ropajes y le desnudaba lentamente, él trató de escapar a un lugar lejano, en su mente, a momentos se sentía ultrajado, le parecía insufrible, invasivo, le hacía parecer vulnerable y la vulnerabilidad es únicamente para los débiles. Pudo notar que Thâlë se enorgullecía de sí misma por tratar seducirlo y  eso lo hizo sentir rabia. No pudo tolerarlo más y la arrojó al suelo, no pudo soportarlo y falló, en la misión que le habían encomendado, todo el peso, la presión que había cargado por años le arrastró; comenzó a llorar, con rabia, con la cara roja y los puños cerrados. Thâlë lejos de ofenderse, sintió compasión, al verse a sí misma, en la cara de Deniz, ambos aplastados por sus historias y por la descontrolada naturaleza de sus linajes. Pudo recordarse cuando niña, sus viejos sueños, sus sonrisas, las esperanzas que labraba para un futuro que jamás llegaría. Se puso en pie, le abrazó y lloró con él, llorando el duelo, de todo aquello que jamás sería. Lloraron ambos hasta agotarse, se tomaron las manos sin decirse una palabra, ambos sabían; muy adentro de sus almas, de que se lamentaban. Se posaron en la cama y sollozaron, mirándose el uno al otro, observando la despedida lastimosa de esos anhelos, de esos deseos de cosas imposibles, profundos y lejanos, el mismo luto que carga, el enviar a sus muertos al fondo del mar.

Estaban a punto de cerrar los ojos llorosos, rendidos, rojos de tristeza, sudorosos y exhaustos, cual bebés después de reñir berrinches, cuando llamaron a la puerta, era su anfitriona, les llevaba la cena de dátiles, cordero en un baño de especias y vino dulce de caña. Thâlë le alimentaba cariñosa mientras lo acariciaba y le contaba historias sobre ella misma, de una vida muy lejana al otro lado de las montañas, donde corría entre flores y cabras de pastura, donde alguna vez tuvo un amor de ojos verdes como la hierba, al que amo con toda la fuerza de sus entrañas, con el que nunca cruzó palabra y de quien ni siquiera supo su nombre.  Le besaba y abrazaba con tanta naturalidad que, en ciertos instantes a Deniz le parecía sincera, no como cortesana, sino con una sensación renuente y lejana de… Familia.  Tras la cena Thâlë se dispuso a compartir un plan con él, pero Deniz se sentía renuente, ambos fingirían que lo habían logrado, que él ahora era un hombre de verdad y nadie sabría nada, podrían conservar ese momento, esa intimidad, de compartir un voto de inocencia, aunque fuera por un poco más “Yo hablaré de ti y tú de mí, así como hablan los hombres ebrios de las mujeres, ellos no tienen cómo saberlo, será nuestro secreto, estarás a salvo y yo también, por un poco más al menos” Deniz sólo podía escuchar en su cabeza “no me decepciones” y no lo decepcionaría, hablaría como había escuchado cien veces antes, describiría cosas que no pasaron, se haría un hombre a los ojos de todos, pues vale más mil mentiras dulces, que la sola verdad, como la Mar, amarga. Cuando Thâlë cayó arrasada por el sueño, tras haber llorado tanto; Deniz se quedó observándola desnuda y tendida, aún trémula y algo fría, tan triste como el ocaso en el horizonte, y tan bella como la luz reflejada por las olas, con un impactante poder en su piel rebosante de belleza pero tan hueca, y tan sola  en el universo entero, tan triste, tan triste como la marea nocturna. Le recordaba así mismo, tan incapaz de hallar belleza en la vida misma, ajeno a la realidad de una vida común, del campesino insignificante e invisible, de los mercaderes ruidosos, de los niños correlones por las calles. Le hizo desear ser capaz de amar y ser parte de un lugar en tierra firme, tener una madre y hermanos, tener más un padre que un Väktare, poder amar a una mujer y tener un trabajo honrado, abrazar a alguien durante el frío de la noche, criar a sus propios hijos, amarles. Pero él era Deniz Môr, príncipe pirata, soberano de las olas, heredero al trono de los mares, el asesino de su propia madre y futuro Väktare del Bajak Laut.   Estaba solo, para sí mismo, se debía a su flota y a sus conquistas, en su futuro sólo habría mujeres como Thâlë, tristes, dolientes y vacías, con almas lejanas como estrellas, distantes y acorazadas, nadie capaz de realmente amar.

Al nacer del alba, Deniz ya se encontraba en la cubierta de su nave, solemne y seco cual océano salado, ni siquiera se tomó el tiempo para despedirse, habría dolido demasiado, como la verdad, por ser amarga. Partió con los rayos del sol, a conquistar un nuevo tesoro, oculto en las bodegas de algún barco mercante, resguardado por la sangre de otros, prístino y codiciado, por la sed de lo único que tenía seguro, la guerra y la violencia. Las lenguas hablan y si hay acaso rumores más ruidosos que los de las mujeres, siempre son, los de los marinos, el señorito, se había convertido en hombre, había bastado una sola noche para enamorar a una cortesana, arruinada por siempre para el oficio de Doncella de cama, prendada irremediablemente al príncipe heredero. Mil mentiras dulces, ocultando una verdad cubierta de fantasía, que muy en el fondo; no lo era tanto.

El nuevo príncipe de los mares se alzaba sobre su tripulación, con su nueva ganada confianza, se presentaba valiente y brioso. Se entrenó con entusiasmo en el arte de las armas, aprendió el lenguaje de la guerra, peleó con la fuerza de sus manos y su nave, la ira incontrolable de novecientos hombres, todas las batallas que le volvieron una leyenda, se escribieron canciones; un niño mercenario, nacido de entre la muerte a mitad de los mares sangrientos, cubierto de oro, esmeraldas y sangre, asesino antes de caminar, capitán de flota y rompecorazones de todas las damas hermosas, así los bardos cantaban.  Orgulloso vástago del Väktare de los piratas, hacía honores a la sangre de sus venas y conquistó doscientas flotas de los reinos legítimos, se hizo de ocho naves traficantes pobladas por novecientos tripulantes, saqueaba en un parpadeo: barcos cargados con oro, joyas y provisiones, se aventuraba entre las sombras de la noche para robar a grandes señores asentados en las costas, pillaba y quemaba toda riqueza a su paso.  Causó terror, como salido de una pesadilla de los altos Señores de millonaria estirpe, en todo puerto de  Yşi.

PARTE II

Arte


DETÉN LA OBSCURIDAD

“¿POR QUÉ SIEMPRE ME DEJAS MARIANA?” Edge of the circle No puedo ni recordar lo que me hizo, pero ahora duerme. Parece muy tranquilo, está s...