La abuela murió. Fue un domingo por la mañana, pero bien
pudo haber sido media noche; llovía tanto que casi no se veía tres pasos
adelante. Mi mamá me sujetaba fuertemente de la mano mientras caminaba,
ausente, lejana. Ahogada por las sombras a su alrededor. Hacía frío, todavía me
acuerdo: me dolían los huesos de traer puesto el abrigo de lana empapado. Los
deudos eran pocos, casi todos viejos, medio muertos, aletargados y silenciosos.
Mi hermano Paco y yo estábamos cansados, toda la noche en vela agarrándole la
mano fría cuando ya ni parecía que estuviera ahí. La verdad me acuerdo poco de
ella, casi nunca íbamos a verla al rancho. Además, que poca gracia le hacía si
jugábamos con las gallinas, todo olía a vaca y cuando hacía mole el guajolote
descabezado nos correteaba hasta desangrarse. Nos gritaba si brincábamos en su
cama “¡Ya te dije que va salir el viejo sin pellejo a lamerte la cara!” o “Te
va a llevar y ni los huesos va a dejar” para alejarnos lo que más pudiera de
sus cosas.
Pero mi mamá la quería mucho o eso dice. Mi abuelo se murió
por subirse a un buey de arado una vez que andaba borracho, quién iba a decir;
un güey arriba de un buey. El buey iracundo lo arrastro por la milpa hasta que
casi lo dejó sin cara. Mi mamá tenía quince años. Después de eso mi abuela
juntó todos sus ahorros para mandar a mi mamá hasta León a que estudiara una
carrera comercial. Unos años después mi mamá conoció a mi papá, ella era
secretaria del director de un banco y mi papá era su contador. Mi abuela nunca
lo quiso nada, decía que esos güeros de Guadalajara no sirven para nada. Que no
son hombres de deveras y esas cosas que dicen los viejitos porque en los
ranchos no hay agua corriente y apenas tienen luz. Sólo se quedan ellos con sus
fantasmas y están muy acostumbrados a ellos cómo para dejarlos ir.
Cuando ya por fin la enterraron y todos se fueron tuvimos
que bajar el cerro de regreso, entre la tierra lodosa. Paco se cayó dos veces,
ella ni voltearlo a ver quiso. Se embarró todo de lodo de ese que pinta de
rojo. Llegamos a la casa, mi mamá no nos hablaba, pero ayudó a Paco a cambiarse
y se puso a hacer un caldo para la comida. Comimos caldo de res con arroz rojo,
para calentarnos. Afuera todavía llovía a cántaros, parecía que mi mamá era el
cielo y dejaba caer su tristeza sobre nosotros, la casa, el rancho y las gallinas.
Quería irme desesperadamente, nunca me gustó estar ahí. Para cuando por fin
cayó la noche nos hizo dormir en la cama de la abuela, la cama dónde se había
muerto; sólo porque era la grande. Nos arropó y cantó una canción que le
cantaban a ella, una de las canciones viejitas para niños que dan más miedo que
nada. Sin mirarnos a la cara, como si ni quisiera que estuviésemos ahí. El diluvio no paraba, a lo lejos se oía a un
burro sufrir con cada trueno. No podía dormir porque la cama todavía olía a ella;
naftalina y jabón hecho en casa. Un rayo iluminó la habitación, pude ver el
ropero viejo frente a mí con sus apolilladas puertas cerradas y el pequeño
espejo empotrado cubierto de polvo. Me dio miedo, hay algo con los espejos en
la noche; como que reflejan cosas que uno no quiere ver.
El chillido del viento azotado por la lluvia, la gotera
frente a la cama y el recuerdo de ella no me ayudaban a cerrar los ojos. En
medio del escándalo de silencios un estallido frío me invadió el alma. Era el
rechinido de la puerta del ropero, lento y atacante. Sobresalto inmóvil, un
susto ahogado, contenido y estático. La respiración se me agarrotaba tras la
garganta, inerme e incapaz de cerrar los ojos; deseando intensamente
desaparecer. El galopante palpitar de mi corazón me empujaba hasta el fondo de
mí. Ahí fue cuando lo vi. Emergió lentamente, reptando, estaba hecho como de
niebla, como de humo. El vacío del silencio lo inundó todo, me ahogaba. Trataba
de contener todo movimiento, sentí que al parpadear produciría estruendo
comparable al estallido de una mina.
Era inevitable, girando su rostro trasluciente lentamente
fijo su mirada en la mía. Sus ojos eran de perro a nada de morder, su boca
mueca deformada; casi me sonrió. No podía moverme, no era capaz de reaccionar,
los gritos más fuertes que jamás he pegado se murieron ahogados. Entonces
avanzó, movió sus pesuñas de niebla hacía la cama, mirándome presa fácil. Con
extrañeza me di cuenta de que no era raro sino súbitamente familiar, sus
facciones y movimientos, tan parte de mí como mis manos o mis pies. Tan
familiar como era Paco, dormido junto a mí. Mi respiración se hacía tormenta a
cada paso que el hombre daba. Al borde de la cama sobresalía mi pie derecho, se
detuvo, lo miró y con sus garras de buitre un ligero cosquilleo me dio. De
golpe me incorporé en la cama y así de golpe ya no estaba. Al mirar al lado
izquierdo un reptil lengüetazo me mojó la cara, era él respirándome al oído y
conteniendo una carcajada. Las lágrimas me brotaron incontrolables, escuché el
rechinar de la puerta del ropero, volteé a mirarle. Estaba ahí parado, sereno y
callado. Su sonrisa burlona hizo sudarme, ahí fue cuando se llevó un dedo a la
boca deforme, con su sonrisa de complacencia me miró fijo y con un gesto
insinuó callarme. Primero metió un pie y luego el otro, así siguió hasta que
sólo su cabeza torcida continuaba mirándome, cerró entonces la puerta durante
una eternidad que duró un instante.

Un trueno de estrépito y un rayo de luz me provocaron
sentarme, seguía llorando y no podía controlarme. Paco despertó, encendió la
lámpara del mueble de noche, me miró, me abrazó y sostuvo fuerte. “¿Qué ha
pasado? ¿Qué te ocurre?” yo no era capaz de hablarle, aún creía su lengua
pegajosa lamiendo mis lágrimas saladas.
No importa el tiempo ni los años que pasen, aún por las
noches veo sus ojos en la oscuridad mirándome. Un escalofrío sudoroso recorre
mi espina al pensar una y otra vez que él era tan familiar, tan conocido como
lo son mis manos, mis pies, como Paco yaciendo dormido, como la luna al
anochecer.