Lūk
Principio I
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Vagas lenguas de los antiguos y los marinos del norte solían decir que
hubo un antiguo reino, majestuoso y encantado por igual, con parajes mágicos y
leyendas tristes, de las que suele hablar el viejo cazador de la arboleda, Uhie gûr,
El grande, líder del Alta Boscosa de Norna Mear. El pobre viejo, ciego y sin dientes,
sus arrugas le cubren la frente, la piel quemada por el frío y el inevitable
pasar de los años, encorvado, pero aún de pie, con la mirada perdida y llorosa,
lejana en una distancia que no consigue alcanzar. Casi bardo, casi poeta, a
veces cuando la noche es cálida y no hay nubes en el cielo; él cuenta historias
de tiempos antiguos, historias que días lejanos, otrora llenos de victorias, de
bailes y luz, al fuego de la fogata, cuenta a los niños pequeños. Seis
generaciones crecieron de niños de pecho a hombres de caza, escuchando sus
leyendas, soñando a la luz de un acogedor fuego, leyendas que su antiguo reino,
antes del Ntwa koma kɔkɔɔ, antes de La lluvia de fuego y el Hielo de los veinte
años. De sus historias, la preferida, siempre esta.
Junto a una pequeña villa de ese antiguo reino, había un
bosque plagado de mitos y secretos, bosque atiborrado de los monstruos
sobrevivientes al era del əNˈNōn, criaturas tenebrosas con fuerza primitiva de
Nysha, que atormentaban a los pocos infortunados que por error atravesaban sus
parajes. Sólo los fuertes, los erguidos, los cazadores eran capaces de
sobrevivir. Por eso los hombres debían erguirse y cazar. Los jóvenes cazadores al llegar
al año dieciocho debían probar, ante los viejos de la villa; su hombría, su
fuerza, su valía y así ganar su cadena de Chāy para ser hombres libres, adultos,
cazadores. Lūk, joven fuerte y alto, de piel lechosa y amarillenta, de ojos
grises de niebla, cabellos negros como el árbol del Tëhm al hombro, esbelto
pero muscular, con ojeras violáceas, una barba tímida y esparcida a manchones,
cara más de niño que de hombre. Lūk, por noches enteras, se sentía tentado a
internarse en ese bosque de leyenda, desde que era un niño de seis, sentía en
sus entrañas una voz que lo llamaba a internarse en ese mítico bosque, que se
postraba a un par de páramos frente al umbral de su puerta. El bosque llamaba a Lūk y Lūk llamaba al bosque Misterioso y
tétrico, pero siempre seductor. Decían los mayores estaba poblado de Efrits,
Ninfas, Dĕks y Kārs̄. Nunca existió en sus mente la duda, el vínculo se había forjado en el misterio de los sueños. Para ganarse la
cadena, y con ella su mayoría de edad, debía llevar su peso en caza, quizá
renos o ciervos, en el peor de los casos conejos y en verdad muchos conejos. Pero la victoria verdadera se encontraba, simplemente, por atravesar el umbral.
Hablaban las lenguas olvidadas,
del Rị̀ nā, monstruo bestial, con la fuerza de un Miltoro y la cabeza de un belobo,
con alas de Kārs̄ y cola de serpiente crepuscular, nadie le había visto ni le
había dado caza jamás, se sabía por sus gritos de agonía y soledad, que retumbaban
haciendo ecos en el bosque de la montaña. Con esto en mente, Lūk se armaba de valor la mañana de su iniciación, suspiraba profundo y
temblaba un poco, era el momento adecuado para demostrar su valía, aunque
mínima, existía y le hacía fuerte y digno de un futuro mejor que el de la
escoria que lo precedía. Se vistió por completo de armas, besó de adiós a su
madre y salió al horizonte. En la ceremonia tiritaba, tratando de ocultar la
mirada de sus pares, que se regocijaban en júbilo ruidoso, no pudo ni oír
palabra alguna del sacerdote, como poseso fijó su mirada tras el páramo y
caminó hacía el bosque de la montaña, que se tendía sobre un mar de paja
dorada. Le tomó toda la mañana
internarse en el bosque, el resto de los jóvenes habían escogido la opción más
obvia de una pradera de pastizales repleta de animales de caza pero a Lūk le
gustaba correr riesgos, al fin y al cabo
nunca tuvo nada que perder. Siendo el único que se atrevió a poner pie
en ese bosque en cien años; todos creerían que lo invadía la locura, y tal vez, así era. Único
hijo de un tabernero borracho, pálido y maltrecho como él, y una lavandera
ciega, de piel oliva y cabello tan negro como la noche, de ojos ámbar y rasgos
finos, una belleza oculta bajo el peso de lágrimas y tragedias. Jamás sostuvo con sus
manos riqueza alguna, ni aspiró a heredar gloria de nadie, siendo nadie para el
mundo, éste poco importa para él.
Al internarse, trepidaba
de miedo en la oscuridad provocada por la espesura del bosque, tras momentos de caos, el silencio y la
quietud le revelaron que al menos en ese momento era como un bosque cualquiera,
con sus peligros por su puesto, timosos, rezorros, socavones y barrancos
disimulados por la hierba. Le seguía el rastro a un venado blanco a eso del
medio día, pero le tomó más de seis horas alcanzarlo lo suficiente como para
dispararle. Tensó un arco corto y una flecha con punta de pedernal, respiró
profundo y abrió bien los ojos grises. Cuando por fin estaba a punto de
disparar, escuchó un sonido lejano, un sonido envolvente e hipnótico que le
hizo errar el tiro y llevó a su flecha hasta un viejo árbol, y al venado blanco
a correr despavorido. Era una voz, la voz dulce de una mujer, una melodía volátil
y frágil, que atizaba una nana al viento en una lengua desconocida y con un
clamor extraño, dulce y amargo a la vez, casi como un abrazo de despedida.
Siguió la voz a la
montaña del Oeste y ahí pudo ver un sauce de lágrimas, circundado por un pequeño
arroyo, un aro de rojongos moteados, pequeños cantasombras y hueledenoches. Ya
el sol llegaba a su declive y la noche se veía cercana, el arrebol en el cielo
teñía el aura roja, sonrosada y aurífera. La canción le hechizaba y lo obligaba
a seguir caminando, como un manto delicado que tiraba de él hasta sus entrañas,
suave pero firme, su vida pendía de aquel manto invisible. Poco a poco las
palabras le obligaban a acercarse, no entendía una sola, sólo lo sabía, era
como si su cuerpo se moviera por sí solo, buscando un calor conocido, un recuerdo de la infancia. No
existía sonido distinto, parecía que el mundo a su alrededor había desaparecido;
sólo el latir de su corazón y el sonar de la canción le hacían compañía.
El
atardecer ensangrentó el cielo y Lūk dejó caer todas sus armas sin darse cuenta, mientras se
acercaba a la misteriosa figura sentada en las ramas del árbol, que parecía
arder en las llamas de la tarde. Su mirada la encontró ahí, recostada en las
ramas del árbol con cabello de fuego colgando de las ramas de ese sauce
gigantesco, su piel casi desnuda a no ser por un delgado y harapiento manto de algodón,
bañada por luz de luna, el fuego del atardecer y el brillo de su canción. Con
los ojos grandes, inmensos cual cielo nocturno, verdes como la yerba nueva, sus labios rosados como la grana en leche. Su canción dulce tal beso de
bienvenida y triste como un adiós para siempre.
Su cabello yacía enredado por todas las ramas del sauce envolviéndole verdaderamente en fuego, fuego de doncella, sus manos contaban la historia de un pájaro que volaba
libre y sus pies acariciaban dulcemente la corteza del árbol.
Todo se volvió
dicha primorosa y magia clandestina, esa felicidad inalcanzable se tendía quieta frente a
él.