El mío siempre ha sido el último
rancho subiendo el camino empedrado, cuando era niño muchos otros niños no
venían hasta acá ni arrear chivas porque les daba miedo, se contaban cuentos de
brujas allá en el cerro. De que en las noches de otoño se escuchan risas
saliendo de las cuevas y si de algo vine a ser testigo yo, fue del Jinete. De niño yo creía que nomas nos contaban esos
cuentos pa espantarnos, pa no subir corriendo al cerro y rompernos la cabeza
entre los pedregales. Pero alguna vez lo vi, lo más importante: él me vio.
Como ya dije: después de mi casa no hay nada,
pura parcela sembrada dos hectáreas pa arriba, después pedregales y árboles. En
aquel entonces uno tenía que ir hasta el ojo de agua a llenar sus cántaros,
tampoco había luz en las noches, teníamos lámparas de petróleo y no vayan a
creer que muchas, a lo mejor dos o tres. Yo tenía que ir por el agua cuando me
llevaba a las borregas y las chivas a pastar. Era mi trabajo.
Mi ma se encargaba de todo lo de
la casa, de darle de comer a los animales, de la limpieza, de la comida y
además nos hacía la ropa. Mi pa se encargaba de la siembra y de arrear vacas,
tampoco que fuera muy bueno en eso. Decía mi ma que antes de que yo naciera;
cuando nada más tenían a Pedro mi pa mató a un hombre por una riña en los
gallos. Le dieron diez años de cárcel, pero cumplió seis, por eso no más nos
tuvo a Pedro y a mí. Cuando salió eso de trabajar ya no fue lo suyo, lo
acostumbraron a tragar sin hacer nada, eso se come el espíritu del hombre, más
en el campo que en otro lado. Pedro se murió cuando tenía diez años, le dio
viruela de la mala y no alcanzaron a llevarlo hasta donde vivía el doctor; se
murió en el camino en los brazos de mi ma. Mi pa todavía estaba en la cárcel
así que él más nunca lo volvió a ver.
Nos quedamos mi ma y yo
solos. A veces pienso que ella hubiese
preferido que me muriera yo, a Pedro lo quería más. Eso sí, que si la pusieras
a escoger a ella seguramente echaba a mi pa con las patas por delante. Después
de eso se le quedaron los ojos llenos de lágrimas, como si todo el tiempo
tuviera ganas de llorar, se quedó atrapada en el momento que Pedro murió, ahí
se quedó hasta siempre.
Lo que me pasó fue un miércoles,
ya era Octubre y la siembra se había levantado. De esos días que el aire cala frío,
pero todavía hay bastante sol. Me encontré a los hijos de Doña Petra, ellos
vivían más abajo en el camino. No pusimos a juntar chapulines en la hierba
seca, hasta que iba haciéndose de noche. Mi ma no estaba, se había ido a un
sepelio de un pariente suyo e iba a llegar hasta al otro día en la mañana, mi
pa ya andaba borracho desde medio día. Como mi ma no estaba aprovechó para irse
a jugar a la baraja temprano y cuando regresó a la casa ya ni se podía parar. A
esas horas el aire se dejó caer recio, ululaba entre los carrizos. Cuando era bien de noche caí en la cuenta de
que no me acordé de ir por el agua. Si mi ma a la vuelta se daba cuenta de que
no fui por andar jugando me iba a meter una zurra que iba a seguir sintiendo
cincuenta años después.
Me daba miedo de tan oscuro como
si la negrura fuera mar y nos ahogara a todos. No teníamos mucho petróleo,
apenas alcanzaba para una lámpara, pero no me iba a aventar a subir al cerro
ahogado de oscuridad. Le vacié como un cuarto de la lámpara que había en la
casa a otra vacía. Me puse a caminar, en una mano un cántaro y en el otro la
lámpara. Entre la negrura mi lamparilla se veía como un grano de arroz en un
costal de frijoles, me daba mucho miedo. Las sombras de los mezquites y los
pedregones hacían muecas de monstruo. Sentía que si hacía mucho ruido los iba a
despertar para comerme. Luna flaca, casi invisible me sonreía en el horizonte
como para burlarse de mi pendejez, porque cierto era que a golpe de mi pura
pendejez estaba parado ahí entre la negrura temblando como pollo mojado. Sentía mi respiración hacerse desesperada,
los monstruos de sombra me miraban desde dentro de sus sueños, saboreándose mi
carne tiernita. Me moría de miedo, pero más miedo daba mi ma que ningún
monstruo amenazador, así que me obligué a seguirle. Ya casi llegaba al ojo de
agua cuando vi una sombra alta unos cien metros más arriba, en el sobresalto
dejé caer la lámpara que se hizo pedazos contra las piedras. Nomas era un
saguaro que con la sombra de la lámpara se me afiguró una persona. Ahora me iban a reñir por la lámpara rota,
chínguese por pendejo diría mi ma; chínguese por pendejo.
Me sentí confiado de conocer el camino bien,
ya ni faltaba tanto. Caminé a tanteo entre la oscuridad total. A tropezones
cuidadosos colocaba mis huaraches en las partes pulidas de las piedras. Avancé lento pero constante un buen trecho y
entonces lo escuché, el murmullo coqueto de los borbotones de agua. Ésta sería
la parte más difícil, un resbalón y rompería el cántaro, habría recorrido todo
eso para nada. Aguanté la respiración y me moví cuidadoso, me puse en cuclillas
y presioné mi cántaro contra el suelo lo más gentilmente que pude, se llenó.
Contuve todo movimiento brusco, haciéndome una pluma, me puse en pie y arrastré
mis huaraches hasta que sentí que las piedras se iban haciendo secas.
Mi siguiente aliento fue de alivió, casi lo
lograba. Agarré valor y aceleré el paso,
ciertamente era más difícil la bajada con el cántaro lleno, mis ojos por fin se
estaban acomodando a la oscuridad y alcanzaba a distinguir de perdida las
siluetas de lo que me rodeaba. Que me lo topo de frente otra vez, el mismo
saguaro desde tan cerca me pareció más alto, de algún modo diferente. Lo pasé de largo y seguí caminando
concentrado en llegar al rancho. Caminé con pasos de cal y canto, aguantado el
aire y apretando el cogote para no dejar caer ni una gota.
Entonces algo… algo se sintió
diferente.
Algo se me metió en la cabeza que me dio por
voltear hacia el saguaro otra vez. El saguaro no era el mismo, de su negrura
emergió él, como estirándose y batallando para salir de ahí dentro, montando un
semental hecho por completo de oscuridad. Tenía un sombrero de ala corta, la
camisa a manga larga abierta y espuelas en las botas o por lo menos eso parecía.
El caballo se tambaleo a relinchidos entre las piedras, el Jinete soltó un
chiflido. Yo temblaba peor que pepita en comal, el agua se me escurría por
donde quiera, me sudaba hasta el rabo con sobresalto frío, las piernas no me
reaccionaban y mis jadeos se oían de aquí hasta Juárez. Entonces lo vi bajando,
trote lento y certero, un metro y luego otro y otro, hasta me olía la hiel del
caballo en la boca. Quise apretar mis tripas, ya ni pude, se cayó el cántaro
para romperse en mil pedazos. El caballo se espantó y relinchó bien fuerte, me
sacó del trance y que me voy corriendo. Bajé la ladera tan rápido como pude y
antes de que empezara la milpa me fui de sopetón rodando contra el suelo; ni me
acuerdo de como pero cuando recordé ya veía la lámpara colgada afuera de la
puerta no me atreví a voltear, no fuera a ser que el Jinete ya estuviera
atrasito mío, yo estaba bien seguro de que escuchaba los cascos del caballo ya
muy cerca. Cuando por fin tuve la manija de la puerta entre mis manos me
detuve, nunca he sabido ni por qué, pero me detuve.
Miré hacia la ladera y pude verlo
a la espigada luz que se mecía, era un hombre y al mismo tiempo era caballo
embravecido, tenía las piernas volteadas de atrás pa delante, lo que pensé sus
brazos eran crines y la cabeza del semental se salía de la mera panza, lo que
creí sombrero no eran sino plumas, no tenía boca ni ojos y la cara era cuero
acartonado.
Se había detenido donde terminaba
la milpa y empezaban los corrales, sin razón se quedó mirándome con su cabeza
de caballo, sólo mirándome. No pasó mucho hasta que las burras, las vacas y los
demás animales empezaron a soltar alaridos temerosos. Pude oír el desgarrador
llanto de un coyote a lo lejos que me distrajo por un parpadeo. Cuando miré al
Jinete se daba la vuelta aventando un chiflido que nos impuso a todos el
silencio.
No pude cerrar los ojos en toda
la noche, como desenmarañando lo que había vivido, estaba hecho polvo, cubierto
de mi propia sangre, batido de sudor y de manchones de hierba. A la mañana
siguiente volvió mi ma para meterme la zurra de mi vida; sí que la sentía
pasados los 50 años de que me la dio. Después me curó los moretones y con su
modo nada tranquilo me pedía que le contara qué había pasado, no le dije ni a
ella ni a nadie, pa qué si nadie me va a creer nada y tantito peor; me van a
tirar de loco.
Cada tanto, si es que la noche no
tiene luna y el silencio lo hace favorable; todavía lo oigo chiflándome desde
atrás de la milpa. A lo mejor pa que salga, a lo mejor pa que yo sepa que anda
ahí.
Soy un hombre de campo, viejo ya
muy enraizado en sus maneras. Cuando uno vive la vida acá arriba del cerro se
queda atrapado en el tiempo. Esta casa y éste rancho siempre han sido mi hogar,
cada que bajo al pueblo no me siento a gusto conmigo, todo cambia tan rápido. A
mi edad parece que cada vez que bajo, bajo a un lugar diferente. Al final
terminaré haciendo lo que mi pa, nacer, crecer y morir en mi propio terregal. Los
parientes atosigando para que me quede a vivir allá con ellos, el carrerío y
los gritos de los vendedores del mercado, los chiquillos yendo y viniendo de la
escuela. Yo no estoy forjado pa eso, ya me hice uno con mi tierra. Desde que la
vieja se murió lo he intentado por darles gusto, pero nomás no puedo. Uno ya
tiene las patas bien plantadas en su tierra, uno ya se amarró con sus demonios
del cerro pa siempre. Esta tierra que es mía con su rumor húmedo y raído, sus
oscuridades, su negrura y su Jinete.
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