III
La aurora rompió en el firmamento
cuando Deniz cayó en cuenta de que, había pasado la noche en vela. El conflicto
para él era tal, que era incapaz de sentir el cansancio. Vergüenza, su vida
entera había estado plagada de vergüenza, su mera existencia le hacía sentirse
avergonzado. Matricida le decían antes de que pudiera caminar, y poco a poco el
significado de aquello, había hecho mella en sí mismo, en quien era, en cómo se
dirigía a los otros. No es que no hubiese anhelado mil veces en vivir una vida
distinta, tener una madre y un padre, una vida más simple, no es como si no
soñara con ello todas las noches, pero estaba convencido de que, esa era su
naturaleza, la de asesino. Lo primero que había logrado en el mundo, fue
asesinar a alguien, incluso antes de poder respirar. No tenía memorias de nada,
que no implicara la guerra y la muerte. ¿Podría alguna vez, huir de quién era?
Estaba en su sangre, corría por sus venas, sangre, carne y mirada asesina.
Y ahora débil, postrado y atado
al dedo meñique de una frágil criada lechera, en un puerto lejano al suyo,
rodeado de una nación que lo abominaba, viviendo con gente que le temía, que
hablaba una lengua ajena y que de saber quién era, le quemarían como leño, al
rojo vivo de la hoguera. Había perdido el sentido de sí mismo, del deber y de
lo que él en realidad quería. No era la primera vez que lo imaginaba, pero era
la primera vez que lo añoraba, que le encaprichaba, que lo enloquecía. Abandonaría
todo lo que conocía en un parpadeo, por sostener la mano de la doncella un
instante, y ni siquiera sabía su nombre. Una parte de Deniz había muerto aquel
día, la ausencia de ella se convertiría en su ausencia propia, el dolor en su
dolor. La existencia de una luz, royendo sus entrañas, devorando su carne,
bebiendo su sangre, mil y cien gusanos carcomiendo su mente, regurgitando la
imagen sola de su rostro. La melancolía de su compañía era en lo único que
podía pensar, era la sed y el hambre, la urgencia, la desesperación, una locura
próxima a la muerte. Habría traicionado las vidas de todos sus hombres, por la
mano de aquella delicada sirvienta, desconocería patria alguna más que su
regazo, haría arder naciones y palacios por su sonrisa, destruyendo todo a su
paso, se haría camino a otros mares, lejanos cual firmamento, a donde nada ni
nadie les hallasen, un puerto donde encontrar calor al fogón de una vida nueva,
inmolaría todo cuanto era, todo cuanto poseía, todo cuanto lo rodeaba, por ese
preciado tesoro.
Moza si bien lejana de altura y
alcurnia, corriendo descalza por las cocinas sucias del Castillo, seguramente
lo más bajo de lo bajo en cuna, de naturaleza simple y aun así, su luz pura
iluminaba cuanto abismo desdichado. Sus cabellos eran el sol en el oriente al
alba, fuego llameante, su piel nívea arena blanca y marfil pulido, sus grandes
ojos fijos: el azul profundo de la mar al medio día. No habría tenido más de
diez y tres años, quizás un poco menos, delicada como la porcelana y al mismo
tiempo salvaje como las mareas. Una sonrisa tan cálida como todos los fogones
del castillo, ardiendo al mismo tiempo, un aura de tierna pluma y hálito de
demonio entresoñando. A su paso tersase el mundo entero con el aroma dulce, a
flores frescas, que dejaba a su paso, titilando.
Advenido el estrépito de la mañana,
a pesar de que la luz solar ni se asomaba, todos los mozos de cuadras y
mancebos de servicio desayunaban apostados en el suelo de las cocinas, comiendo
farinetas de harina amarilla, sobrecosidas, pegajosas y desabridas, acompañadas
de buches grandes de vino de granillo rosado. Las mozas atizaban los fuegos y
comían de pie, en un revoloteo de parvada, alistando todo para el desayuno del
resto del servicio y el fogón especial del señorío. Prestó Deniz especial
atención a todo esto, olvidado de su misión de guerra, y concentrado en
encontrar a la doncella de su corazón. Presuroso terminó el engrudo en una
bocanada, se limpió la boca con un trago de vino y se puso a la orden de la
matrona de cocina; con la esperanza de toparse de frente con su amada. No sería
tarea sencilla, ni para el príncipe del Väktare.
Se ofreció a repartir la comida para el
servicio en el salón bajo, ahí ayudó a servir y entregar gachas, pan de mimbo y
unas pocas hogazas de carne, para una veintena de personas, en cada mesa,
sirvió, según sus cuentas, a cinco hileras de cinco mesas cada una, eso hacía
que más de quinientas personas de servicio, desde mozos, mucamas, barrenderas
hasta jinetes de su majestad, a la hora del desayuno. Eso era sólo al turno
primero, para lo que debían prepararse a salir horas antes que el señorío.
Comían y se iban siguiente turno, canteros, carpinteros y ebanistas, herreros,
cocheros y guardias nocturnos, diez en cada mesa, doscientos cincuenta de
ellos. El último turno, la alta guardia, los soldados y los tenientes de Blāk ṭavar,
diez hombres fornidos sentados a sus anchas en las amplias mesas de tablón,
para ellos se sirvieron jarrones de Vino caliente, mazamorra de granillo blanco
y leche de cabra, lonchas grasosas de pantorra corva, hogazas completas de pan
de mijo y semillas de sol y leche fermentada de yak a llenar. Mil hombres al
servicio de su majestad, mil hombres en su contra, mil hombres dispuestos a matarlo,
pero más importante, mil hombres entre él y la doncella de porcelana.
Dos horas le tomó por completo y
al final de ese turno estaba hecho trizas, le temblaban las rodillas, los
brazos acalambrados, las manos ampolladas. Fue enviado directo a las cocinas, a
seguir con la tarea del día anterior, acarreando aguas y atizando fuegos, un
corretero tortuoso y constante, plagado de insultos y azotes de ingratitud. El
tiempo le parecía en pausa, por más que trabajaba, sólo veía apilarse más
tareas en su espera. Rendido, agotado y furioso, se dispuso a acarrear un par
de cajas de vino de Rhyn al comedor, ahí pudo ver ocupadas, sólo cinco mesas
con diez comensales, la guardia matutina habría terminado sus rondas y el ocaso
estaría sólo a una hora de distancia. La tortuosa corretiza de la cena estaba
cerca, y la desesperanza empezó a surgir en él, no había visto ni de lejos, a
su doncella. Al cumplir su encargo y dejar las cajas de vino, dos Amas del
comedor le instigaron a hacer una nueva tarea, debía subir al segundo nivel,
para entregar bocados a los que montaban guardia. Era una oportunidad
invaluable para hacer un mapa de la zona, de los guardias apostados y de los
accesos a las almenas y torretas. Entró por una garita elevada a un muy angosto
camino de ronda, en la entrada hacía un adarve cubierto había dos guardias,
gustosos tomaron de los bollos y lonchas de embutidos. Le hicieron caminar por
todo el adarve y le indicaron las paradas que debía hacer, cinco guardias en la
primera torre flanqueante, otros dos guardias en la siguiente entrada a un
segundo adarve, a la siguiente torreta, dos guardias a la entrada, seis arriba
en la torre y dos a la salida, notó que a cada paso más cerca del castillo de
los nobles, se incrementaban tres guardias por estación, primero once, luego
catorce, diecisiete y por último veinte, veinte guardias de élite resguardaban
la entrada al castillo de los Reyes del cuarzo, a sus espaldas un patio de
armas y una ermita lujosa resguardada por dos guardias más. No pudo avanzar
mucho más, habría despertado sospechas, cuando daba en mano los últimos bollos,
embutidos y queso a los hambrientos guardias de la capilla, escuchó un chillido
violento a sus espaldas, una corretiza entre una mujer que gritoneaba entre los
arcos del patio. “marzanny! marzanny!” decían sus alaridos. Los guardias reían,
por lo que entendía del idioma, la mujer gritaba por algún ratón, uno de los
guardias dijo: “el ratón se ha escapado del nido de nuevo” y el otro replicó
“hoy día estuvo escondido por el suficiente tiempo”. Deniz no pensó mucho al
respecto y se prestó a volver, esos mismos guardias le hicieron cruzar una
puerta hacia una almena descubierta que lo llevaría desde ese patio hacia la
primera garita directamente.
Un atajo, un punto nuevo en el
mapa del castillo, pensó para sí, a sus espaldas la mujer aún gritaba en
pánico. Desde la almena se podía ver al horizonte, el cielo sonrosado y las
nubes se teñían al fuego del ocaso que se aproximaba, se podía oler el salado
descaro de las olas que rompen a contra roca y escuchar el ronroneo de la
marea, una suave estela del azul profundo se veía a unos cuantos pasos y por
segundos Deniz estuvo de nuevo en casa. Sin pensarlo, se detuvo, se detuvo a
empaparse del rumor de la mar, a bañarse en su cercanía. Respiró profundo, como
para llevarse un poco de la brisa marina consigo y decidió seguir su camino,
cuando ahí, en esa inmensidad, la miró. Aferrada al horizonte tanto como él,
descalza, con un camisón que era más un harapo viejo que ropa, con el cabello
suelo y salvaje, flotando con la suave brisa, llenándose con el perfume de las
mareas. Sus ojos infinitos, casi sin parpadear, para no perderse un solo
instante del ocaso. Arrebol de fuego y mareas. Emanaba una luz más incandescente
que la del sol, un velo rojo que cobijaba la almena, incendiándolo todo. Y el cómo
la polilla, sin darse cuenta, se acercó hasta que su ilustre pena, lo quemaba.
Ya la tenía de frente y él no podía decir palabra. Ella recién percibía su
presencia, le sonrió y saludó con la mano, cual amigos desde la infancia. Era
la sed, exasperada y dominante, le reconcomía todo instinto, olvidaba todo de
sí, para convertirse en su sombra. No existía ni el tiempo, ni el sonido, nada
los rodeaba, eran Deniz y la doncella en todo el vasto mundo. Cascó de sopetón
esa bella sonrisa un estrépito de rayo “¡Marzanny!” hizo eco ensordecedor en la
almena. El tiempo se rompió en mil pedazos, y sus cristales quedaron regados
por el suelo. Él dio la vuelta a mirar la puerta de acceso y vio a la misma
mujer gritando y agitando sus brazos violentamente, mientras gritaba desde el
fondo de sus pulmones, una mujer avejentada, de unos cinco y treinta, con la
piel erosionada y reseca, manchas de varicelas, bastas canas en las cejas y unos
grandes ojos grises que aún conservaban la lozanía de su juventud, no era
realmente tan vieja, pero su semblante reflejaba una vida difícil. Deniz volvió
la mirada rápidamente, para encontrar un espacio vació y el sutil fantasma de
la doncella, entrando a toda prisa por el umbral de una escalinata.
“Mancebo, tú el mancebo de
cocina” vociferaba directamente a Deniz “¿mancebo, te habéis encontrado a
Marzanny en tu recorrido?” — “¿Marzanny, mi señora? ¿Desea que cace yo ratones?
A tiempo de dos días llegué al castillo y mis tareas son muy variadas, si lo
desea mi Señora yo lo haré.”—“¡Marzanny! ¡la niña pelirroja y harapienta! .”—“¡Ya
veo que eres nuevo! Aún no has tenido que lidiar con esa rata escurridiza” Deniz
como por puro instinto, comenzó a mentir “no mi señora, no he visto a nadie
desde que salí por la misma puerta que su gracia”. La mujer sacó un resoplido
desesperanzado e iracundo, más como un bramido que suspiro. “¿Mancebo cuál es
tu nombre?” Deniz sintió el pánico acumularse detrás de su garganta y el aire
escapársele del estómago, tembló un poco y las rodillas se le vencían, por un
segundo casi responde ‘Deniz’ dejando al aire su identidad, pero recobró la
cordura en el último instante y recordó que, mientras estuviera dentro del
castillo, su nombre era otro. “¡Ngharreg!” dijo casi gritando “Ngharreg Blentyn,
para servir a mi señora” la mujer pareció complacida y le preguntó “¿sabes leer
Ngharreg?” –“sí mi señora, sé leer y escribir” — “¿Quién lo creería Ngharreg,
un erudito y reducido a mandadero de cocina? Necesito que vayas directamente a
cocinas, que preguntes al Ama si ha visto a Marzanny rondando el jardín
inferior otra vez, y que, quedas relegado de tu cargo por orden de Lady Arglwyddes,
que yo te necesito para que la busques por todo el castillo si es necesario, te
reportarás conmigo en el ala superior del Torreón deGlainne” –“Haré como usted
mande mi Señora”.
Deniz no podía creerlo, le era increíble,
le estaban dando rienda suelta a hacer lo que él deseaba hacer. No sólo podría usar su tiempo para corretear
con la doncella lechera que él tanto deseaba, sino que podría ir de arriba
abajo sin levantar sospechas y encima le había dicho, su nombre: Marzanny. Lady
Arglwyddes lo condujo a una pequeña estancia de regreso al patio de armas, le
escribió una manda en un trozo de papel que firmó y selló con un anillo grabado
de la casa Flinglainne, una casa venida a menos, de la misma línea real de los
Albann; Deniz debía leerle esa manda al Ama de cocina que apenas sabía escribir
su nombre y a los guardias del Alto castillo que le pusieran resistencia; Lady
Arglwyddes debía ser una prima segunda del lado materno, del rey y si era capaz
de ganarse la confianza, él quizá podría acercarse para acecharles. Podría por
un corto tiempo mantener el equilibrio entre el deber y el deleite.
Así hizo, corriendo como el rayo,
guardando cada segundo para sí mismo, en pos de Marzanny. El Ama de cocina
pareció molestarse, la ayuda en los fogones no era prescindible, pero no hizo
más nada que gruñir. Y así Deniz emprendió sus pasos a husmear por el castillo,
por los intrincados corredores y sus galerías coloreadas de un pigmento azul álcalis,
con altísimos cielorrasos blancos, fábulas mitológicas cinceladas en
mampostería y bustos labrados de marfil, con cientos de gélidas caras de los
reyes antiguos, suntuosos, abrumadores y derrochadores. Los reyes Albannos no escatimaban en pompa y
opulencia, era notorio que, para la dinastía, el ostento era símbolo de poder. Bibliotecas,
galerías, jardines, hasta los cuartos de bordado eran increíbles muestras de
caudal. Deniz avanzó por doquier, pero, ni rastros de Marzanny. Mientras más
buscaba, más desesperación sentía, le invadió el miedo de no encontrarla y de
ser removido de su cargo. Un par de horas tras la puesta de sol, sintiéndose
derrotado y abatido, Deniz entró por una puerta que conectaba una escalera de
servicio a las cocinas, admitiendo para sí mismo su fracaso, regresaba a los
fogones, cuando escuchó un leve rumor que hacía eco en la escalinata. Más un
murmullo que una canción, un balbuceo vibrante que no tenía letra, lo siguió al
reconocerlo por un estrecho saliente de un ventanal dividido por tracería en
forma de rosa. Ahí la vio, trenzándose los mechones de cabello salvaje, bañada
por la oscuridad de la noche y adentrándose en la penumbra de la luna. Casi una
gárgola, fundida con la piedra, tan perteneciente a la negrura de la noche, tan
parte del castillo, como los bustos de marfil. Deniz quedó petrificado
nuevamente, hipnotizado con el rumor arrullador de su canción.
Debió estar ahí, de pie, por
horas y horas, así mismo estático, fusionado con la callada roca y la cantera
tallada, como ella. Se columpiaba peligrosamente en la cornisa, al ritmo de su
canción, balanceándose con los pies al aire, casi bailando con el alto vació
que le presentaba el horizonte, hacía el mar embravecido y las rocas de la
costa. Las nubes que vestían la luna la desnudaron, y la luz que emergió en ese
momento, descubrió a Deniz de su discreto escondite de sombras. Marzanny le
miró fijamente y, con una sonrisa suave, firmemente –“me encontraste” – le dijo
con una certeza natural –“siempre les envían a buscarme, pero nadie me había
encontrado, has ganado; pero como nunca había pasado, no tengo ningún premio
para darte. Ven, siéntate a mi lado” – “No deberías sentarte ahí, es peligroso”
– respondió Deniz –“estaré bien, no me caigo, ven conmigo, no tengas miedo” –
Era como si su voz lo empujara y antes de que se diera cuenta de lo que hacía,
se precipitó, meciéndose cerca del abismo, y en nada ya estaba sentado a su
lado. –“Marzanny” –preguntó Deniz sin pensárselo mucho –“¿Por qué te escondes?”
– Ella arrugó la nariz con un gesto muy discreto, parecía que nadie nunca le
había preguntado eso –“porque no quiero estar allá arriba” –dijo señalando
hacía el alto Castillo. –“No me quieren ahí, pero no me dejan irme, me golpean,
me gritan y a veces me quitan la comida, quieren amaestrarme, como a un perro”
– dijo sumiéndose en la lobreguez del cielo nocturno. A Deniz se le heló la
sangre al escuchar eso, pensó que quizá era una criada comprada, no más que una
esclava y por eso eran tan crueles con ella. –“¿Vas a llevarme con la urraca?”
– preguntó –“¿urraca? ¿cuál urraca?” – preguntó Deniz a su vez –“Lady Arglwyddes,
ella fue quién te ha enviado a buscarme ¿no es así?” – Deniz no sabía que
contestar, por un lado, debía, por otro, pasarían sobre su cuerpo moribundo,
antes que permitirles lastimarla –“No, si tú no quieres, no quiero que te hagan
daño” – respondió honestamente –“te buscarás muchos problemas” – dijo Marzanny.
–“No más que tú” – replicó él. Ambos pausaron, y se enfocaron en el sonar de
las olas rompiendo contra la roca, suspirando. –“Te prometo que volveré a ella,
cuando suenen las campanas de la media noche, puedes llevarme. Sólo, quédate
conmigo hasta entonces… a veces me canso de estar sola, siempre he estado sola
y, la parte más difícil, de todo esto, es estar sola” – dijo Marzanny. –“Me
quedaré contigo, tanto tiempo como tú desees”. – respondió Deniz.
Estuvieron en silencio por un
tiempo, sentados en la oscuridad, con la mirada fija hacia el horizonte. Deniz
sentía el palpitar de su corazón, como atorado en la garganta y las manos
heladas, temblorosas y sudorosas. Ella lo notó y le tomó la mano, Deniz se
crispó como un gato asustado y Marzanny se rio. Mientras se sonreía dijo –“niño
¿cómo te llamas? Eres nuevo, pero no puedo decirte niño nuevo para siempre” –.
Para siempre, para siempre, para siempre; se formaba el eco en la mente de
Deniz, ensoñaba con ese mismo para siempre. –“Den… Ngharreg, aquí soy
Ngharreg”– ella soltó una carcajadilla baja –“ ya veo, así como, yo aquí soy
Marzanny” – Deniz la miró confundido, por un momento se sintió como si ella
supiera más de él, que él de ella.
–¿Por qué te llaman Marzanny?
–Porque no me quieren. Porque no
soy más que un ratón que les roba las migajas de comida. Les gusta culparme de
todo, hasta de que murió mi madre. No me dejaba sentarme a la mesa a comer, no
me dejó nunca jugar con mis hermanos. Me dejaron a cargo de la Urraca tan
pronto como pudieron, para que me ‘domesticara’. Cuando me equivoco me golpean
con una vara delgada– dijo abriendo las palmas de las manos, mostrándole a
Deniz diversas cicatrices con distintos niveles de sanación. Había algo en su
mirada mientras decía eso, una frialdad, una imperturbabilidad aterradora, una
calma espectral que hizo helar la sangre a Deniz. A ella no le dolía, no le
entristecía, no le provocaba absolutamente nada. –A mí también me culpan de lo
mismo, mi madre murió cuando yo nací y mi padre siempre me dijo que yo era el asesino,
siempre me ha dicho que tengo sangre de asesino. No tengo hermanos, no que yo
sepa, yo nunca jugué con nadie tampoco. – Nunca lo había dicho en voz alta,
decirlo, lo volvió un tanto más real y la voz se le quebró al decirlo. –Seamos
ratones juntos– interrumpió Marzanny al escucharlo, apretándole la mano fuerte
–Creo que yo más bien soy una rata– respondió Deniz, mientras ambos carcajearon
juntos, para luego quedarse en silencio, Marzanny se acercó para acurrucarse
ligeramente sobre el hombro de Deniz, que en altura le llevaba un saco de
cabeza, todo parecía cambiar en el color de la noche y ella le dijo – Mi
hermana, la mayor solía decir, cuando yo era pequeña; bueno más pequeña, que mi
Madre siempre repetía “Lo que no puede decirse, se canta”, cuando no puedas
decirlo, cántalo– y después de un corto silencio, prosiguió con su tarareo
inicial, un rumor quedo, arrullador, cíclico, repetitivo y sin letra, que a
Deniz le pareció tan dulce como un saludo y tan triste como la despedida.
La oscuridad se aferró a ellos,
se sentía que ninguno deseaba que aquel momento llegara a su fin. Se respiraba una
comodidad insospechada, como si se conocieran desde siempre, como si sólo
recuperasen el tiempo tras larga ausencia, como si ya supieran todo el uno,
sobre el otro. Quizás porque, por primera vez en largo tiempo, tal vez su vida
entera; no se sentían solos. Ambos eran nueva sensación, de tierra firme tras
larga travesía, para el otro. Una paz insospechada, una calma abrazadora, un
silencio adormecedor.
Bella calma fue interrumpida al
estruendo de la media noche, las campanas en todas las torres resonaron. Y
ambos forzados fuera del sueño, el dulce sueño de la libertad. Marzanny dio un
suspiro profundo, en un movimiento rápido se puso en pie, y le tendió la mano a
Deniz para ponerse en pie, caminaron un poco, fuera de la oscuridad de la
cornisa, lejos de la saliente hacia un pasillo con ventanales iluminados
subieron la escalera de servicio hacia un balcón sin puertas abiertas, ahí se
colaron por una ventana que no estaba bien cerrada, entrando a una sala que a
todas luces era asentamiento de los altos nobles, forrada en mármol pulido,
bustos de alabastro y perfiles retratados en Onyx. Una poltrona circular al
centro de la habitación decorada con múltiples cojines y un juego de mate, con
una tetera de oro, volcada sobre los cojines, así como si no valiera nada.
Repentino pánico invadió a Deniz –“ ¡Marzanny no podemos estar aquí! Nos
azotarán si nos encuentran”- Dijo con voz entrecortada y temblorosa –“Sí podemos”-
respondió ella, mientras caminaba muy segura de sí misma, directo hacia un
corredor principal. Abriese ante él, una amplia galería de cieloaltos inmensos,
con frescos de guerra pintados en el techado, candelabros de cuarzo iluminados
por lámparas de aceite labradas en oro, todo sostenido por gigantes columnas
corintias, con hojas de canto y rosetones de plata sobre el capitel. Se
extendían cinco puertas a cada lado, cada una resguardada por esculturas de
mármol de, lo que parecían ser antiguos reyes Albanos. Deniz dudaba dar un
paso, sentía que su sola presencia manchaba de mugre los prístinos pisos de un
palacio tan espléndido como lo era ese, como él nunca había visto, Marzanny lo
sujetaba firme y sin titubear, caminó con sus descalzos pies llenos de suciedad
por la galería, al final de esta, una puerta de álamo, labrada en ebanistería y
con alicatados de cuarzo de distintos colores, incrustado por sus marcos,
pintando una escena de cacería, de lo que podría ser una historia mítica, una
doncella posada sobre un sauce gigantesco y un cazador apuntando a un ciervo.
Marzanny se plantó firme frente a la puerta y tomando la mano de Deniz, sujetó
su propia muñeca y le dijo- “me resistiré, ríñeme y no me dejes ir”- Deniz no
tuvo tiempo de procesar lo que le había dicho cuando ella ya había llamado a
puerta. Esta se abrió de par en par, por dos guardias que aposaban dentro,
inmediatamente Marzanny se echó hacia atrás y trató de huir, Deniz forcejeó como
para hacerle entrar.
Adentro una cámara inmensa, una
cúpula avenerada, con mosaicos azules y dorados, colgaba un candelabro que
parecía estar hecho de diamantes, aluzaba toda la estancia con veinte lámparas
de aceite, se extendían dos hileras de sillones a cada lado, almohadones azules
con finos bordados dorados, unos cobijaban a músicos distintos que sostenían
instrumentos musicales de cuerdas y metales, incomprensibles para él, al menos
cuarenta sirvientes con servicios en sus manos, esperando firmes, casi sin
parpadear, dos bailarinas esperaban la orden de bailar de nuevo, sujetando
velos traslucidos que cubrían parte del suelo alfombrado. Todo apuntaba directo a un camastro circular
enorme, a lo lejos de esa avasalladora cámara, ahí se podía ver reposado sobre su costado
izquierdo y fumando de una pipa Sefralí, a un hombre alto, fornido, envuelto en
un batón dorado que hacía resaltar una melena rizada y castaña, una barba tan
larga que debió llegarle hasta el ombligo, tan grande era la cámara que Deniz
no era capaz de verle la cara. La conmoción de Deniz fue interrumpida por el
risotón furibundo de Lady Arglwyddes –“Pero no me lo creo que lo has logrado,
hijo, Ngharreg, me siento orgullosa de haberte encomendado esta tarea, yo veo
algo especial en ti mi muchacho”- “le agradezco mi señora”- dijo Deniz pujando,
aún en plena lucha contra Marzanny. Dos guardias intervinieron y sujetaron a la
combatiente Marzanny de los brazos de una manera abrasiva, Deniz no supo más
que ayudar a levantarla y Marzanny discretamente le susurró al oído “Descuida,
todo irá bien”.
Marzanny se puso de pie, ya sin
resistencia, con una expresión de irredimible satisfacción, nulo
arrepentimiento y osadía desafiante. Lady Arglwyddes escoltó a Deniz de regreso
a la galería, le indicó el camino de regreso y le dio prenda para que los
guardias le dejaran pasar por doquier, la inmensa puerta se cerró a sus
espaldas y en un último vistazo pudo ver al hombre del batón dorado ponerse de
pie. Deniz sintió un calosfrío recorriéndole desde la punta de la cabeza a la
punta del pie. Temió todo en ese momento, temió por Marzanny, temió por sí
mismo, temió perder los bellos sueños que recién había tejido. Pero al escuchar
aproximarse el paso firme de los guardias, no pudo más que salir corriendo de
regreso. Volviose a las cocinas, donde ya todos estaban durmiendo, se postó en
el suelo del jardín, junto a la fuente, en la misma posición que sólo un día
antes había visto por primera vez a Marzanny, deseó nuevamente y con todas sus
fuerzas, sentir el suave toque de sus manos, el rumor tranquilo de su arrullo,
deseo una vez más ser aquel conejo que ella mimaba tiernamente en su regazo, y
él mismo tarareó su nueva nana, más un murmullo que una canción, un balbuceo
vibrante que no tenía letra.