A
Carmen Ollin la mataron un veinte de septiembre. Todos supieron bien quién,
pero nadie quiso decir nada, que si de algo pecamos en este rancho miserable es
de silencio. Aquí se callan los dolores, aunque quemen hondo, aunque den ganas
de llorar. Por eso mataron a Carmen, yo digo, porque ella no era de esas de
“calladita y bonita”. La encontraron al pie de un árbol, todavía tenía su
cadenita de Santo Cristo en una mano. Yo creo que su alma salió volando como
garza blanca al atardecer, así era Carmencita.
Todos
supimos que estaba muerta porque tenía dos noches perdida y al medio día
siguiente, pudimos escuchar el grito despellejado de Doña Martha, yo estaba en
el puesto y me caló bien feo. No me aguanté y empecé a llorar, mi Ma nomás me
dijo “cállate pendeja que te van a oír, límpiate la cara y aguántate, aquí no
se puede”. Y entonces el silencio, ese chingado silencio se hizo insoportable.
Nada más Doña Martha lloraba sin consuelo. Sus gritos hacían retumbar hasta las
ventanas. Ni en el sepelio nadie dijo nada, rezaban, rezaban y se veían las
caras, no los fueran a oír. Y en la madrugada nomás se escuchaba a lo lejos el
canto de un borracho que medio lloraba medio reía, pero pues él es hombre y si
puede, nomás con que nadie lo vea de frente y a esas horas ¿quién lo iba a mirar?
A
la mañana siguiente la enterramos, con hartísimas flores blancas, el aire sabía
a primavera y todo parecía de nubes. Después volvimos a lo mismo de siempre y
como si nada. Que la vida sigue y que no sé qué.
A
la noche ya no hubo vuelta atrás. Todos lo vieron. Andaban en el novenario de
Carmen, las señoras, los viejos y del Monte. Se escuchó el chiflido clarito y
en el cerro con todo el fuego de sus entrañas, la Bruja. La mirada se posó sobre ella, la mirada de
todos nosotros. En ese momento fue innegable y por mucho que quisieran enterrar
la verdad, no pudieron.
La bruja ardía y revoloteaba por el cielo, su
fuego sensual quemaba la milpa y los tejabanes, pude sentir su ardor
iluminándome la cara, liberándome de todas mis cadenas, arrastrándome a su
fuego, llamándome hacía ella. Me daba miedo, pero me encantaba al mismo tiempo,
caí en la cuenta de que mis lágrimas llegaban hasta el suelo, lloraba por
Carmencita, lloraba por Doña Martha y lloraba por mí, por todos los dolores
acallados que traía dentro.
Todos
lloraron, pero muchos sonreían, creo que todos eran igual de infelices que yo,
nomás eran mejores para disimularlo. Doña Martha en ningún momento dejó de
rezar, hasta que la bruja se fue a posar sobre el gallinero en la casa de del
Monte, ahí sí dijo “Ay mija”. El fuego fue como un beso muy dulce, despacito y
callado, hasta que no y las llamas alcanzaron las estrellas. Del Monte salió
corriendo, pero ni él ni nadie pudieron sofocar ese fuego. La bruja sólo
observaba plácidamente desde las alturas hasta que, entre el humo, el fuego y
las sobras de la noche desapareció.
Cuando
ya aluzaba la mañana lo sacaron de entre los escombros, quemado y tiznado,
Arturo del Monte estaba muerto. Mentiría si dijera que no me dio gusto ver su
cadáver chamuscado, yo le traía harto coraje y verlo así se supo a trago de
victoria, aunque esté mal. Don Señor Del Monte lloraba y gritaba como gritó
Doña Martha dos días antes ¿a qué no se siente tan bonito cuando el muerto es
de uno? A mí no hay nadie que me quite de la idea, Arturo la mato a Carmen. Él
nos la arrebató a todos y la Bruja lo hizo pagar con el dolor de su propia
carne.
Mi
Ma me pellizcó el brazo y me dijo “quita esa cara y ya métete”, porque la
satisfacción se me veía hasta por encima. Pero bien que sé, que no era la
única, todos ya lo sabíamos y el fuego de la bruja había desnudado la verdad,
una verdad que ya no iba a ser callada. Arturo mató a Carmen y le costó caro.
El
5 de octubre era noche de luna llena, hacía frío y muy lejos se escuchaban las lechuzas.
Yo recuerdo que soñaba que corría por el Sabinal, que veía la luz entre los
árboles y la perseguía “llévame contigo” le gritaba, “llévame lejos”. Entonces
pude escuchar su canto, su voz era dulce y al mismo tiempo filosa, me cortaba,
me fileteaba bien adentro. Comenzó a sisear y yo sentí que me sonreía estiré mi
mano para tocarla y desperté. Abrí los ojos en la oscuridad, pero todavía la
escuchaba, su voz cantando fuera de mi ventana.
Saqué
mi cabeza por el marco de la ventana. Pude verla, brillante y cálida,
resplandeciendo en el cielo nocturno. En mi cabeza resonando el vozarrón de mi
Ma “nomás que te salgas así te va ir” y mis tripas revoloteando “tantito”. Más
me tardé en pensarlo que en lo que ya iba descalza por entre los corrales, ni
siquiera sentía el frío, yo sólo me dejé llevar por la luz y se me olvidaron
mis dolores, casi la pude tocar con mis manos.
Ni
veía por donde iba, la luz de la bruja me hipnotizaba, me jalaba y me envolvía
en su manto luminoso pa llevarme bien lejos. De seguro ha pensado que yo no soy
pa quedarme sola en este rancho. Ya sentía la libertad bajo mis pies cuando azoté
contra una pila de leña. Mi piel se rasgó y me astillé la espalda. Ahí lo vi,
jadeando, sudando y mirándome fijo, Juan, el de los García. “a dónde crees tú
que vas, así como alma en pena a media noche. Pareces loca”. Ni le contesté, me
paré como pude y traté buscar la luz de la bruja, vi que estaba llegando a la
nopalera camino al cerro, miré por doquier pero no la vi. Juan me jaló y trató
de arrastrarme de regreso. Resistiéndome le dije “yo a ti no voy a darte
explicaciones de nada ¿qué carajos te importa lo que yo haga?”. “Ya ves cómo
eres, siempre bien arisca y altanera, pareces mula. Si no es porque yo te ando
cuidando quién sabe qué te pudo pasar, ándale ya no seas así, vámonos que aquí
está bien embrujado” dijo. “Ya te dije que yo contigo no voy a ni un lado, vete
tú, no tengo ni una necesidad de que me anden cuidando y menos tú.” Contesté
“ah, pero al rato que te mueras igual que la Carmela sí van andar chillando”
replicó escupiendo de coraje, “yo voy y me muero donde quiera el día que me
venga en gana, a ti ni te va ni te viene, eso es asunto mío”.
Este
pleito Juan García y yo lo traemos desde hace buen rato, no entiende por las
buenas y por las malas menos, parece que mientras más le digo que no más se
empeña en andar tras de mí. Empezó desde que yo cumplí doce y desde el
principio yo he sido bien clara, a mí no me interesa, pero necio que es, todos
los días pasa al puesto y saluda, le hace plática a mi Ma y le lleva un pulque
a mi Pa. Todo para que a mí me digan que soy remala, que me siento como si
juera de oro y que gracias via de dar que Juan me mira, porque su familia tiene
hartas tierras, que porque no es nada feo, es bien trabajador y porque me
quiere “bien” y me va a tener “bien”, que eso ya quisieran otras. Pos que se lo
vaya a dar a esas otras que yo no quiero nada, pa que nomás me encierre y me
tenga de su criada, para que yo tenga que hacer lo que él dice, además él ya
está más grande, se pudo encontrar a alguien de su edad pa casarse, si no lo ha
hecho a sus 25 años es por algo. “Que te vienes conmigo ¡chingada madre! Terca,
terca como piedra de cueva” me gritó mientras a jalones me cargaba, sentía que
sus manos me cortaban la sangre de las manos. Por mucho que pataleé y me
resistí no me pude soltar, traté de gritar, el sonido no me salía, luché con mi
fuerza, pero parecía inútil, parecía yo cuarterón de frijoles, es que él más
alto y más fuerte.
Me
dejó caer hasta el suelo, sentí mi corazón rebotando contra mis costillas, me
aturdí poquito y ahí vi que no estábamos ni cerquita de mi casa, estábamos en
un silo de piedra que está del otro lado de la milpa. Estaba bien oscuro y
hacía frío, podía ver su silueta en la puerta, para luego cerrarla tras de sí. Traté
de pararme, pero me resbalé con los forrajes de sorgo que estaban bajo mío,
sentí mucho miedo, traía el corazón en cogote y las manos heladas. Lo escuché
cerrar la puerta con llave y se me salieron las lágrimas, ahí ya no veía nada,
sentí su mano en mi mejilla y los labios en mi oreja “ay chula contigo nunca
nada es fácil, nomás porque me gusta que eres bien rejega, brava y remilgosa
como tú sola”.
Con una mano me sostuvo ambas muñecas por
encima de la cabeza, me recargó contra la pila de sorgo y la otra la metió bajo
mi camisón, me manoseaba las piernas, empezó a lamerme las lágrimas de la cara
y sentía sus jadeos en mi cuerpo. Subió hasta mis senos y los apretujó bien
fuerte hasta que pujé de dolor. Ya lo sentía trepándoseme encima, su aliento
sucio, las gotas de su sudor puerco y sus labios en mi cuello, trató de besar
mis labios y me volteé la cara, me agarró la mandíbula con mucha fuerza, me
besó a la fuerza y me mordió la boca. Yo no dejaba de llorar, tratando de irme
a otro lado, rezándole a la bruja para que bajara y quemara todo con nosotros
adentro. “Nomás pa que no digas que soy malo contigo. Yo sí te quiero bien,
pero mira tú lo que me haces hacer, todo por necia. Pero vas a ver que cuando
nos casemos hasta te va gustar”. Y me soltó.
Abrió
la puerta despacio, no se dio cuenta ni como yo salí corriendo. Corrí y corrí,
sin importar que las plantas de mis pies se fueras despedazando, traía la cara
roja y la panza revuelta, hasta sentí que salí del agua para tragar aire cuando
vi mi ventana abierta y me metí. A esas horas ni me dolía nada, aunque me hice
jirones las plantas de los pies, me sangraban los codos y la boca y mi cara una
revoltura de mocos, mugre, lágrimas y saliva. Lloré y lloré y lloré hasta que
las lagrimas no me salieron. Entró mi Ma, de un encabronado que no había visto
nunca. Me gritó, me cacheteó y me dijo hasta de lo que me iba a morir, todo
para rematar con un “¿qué pensaría Juan nomás de mirarte como vienes?” sentí
que la sangre me hervía tanto que, si tocaba algo lo quemaba “Bien que sabe
cómo vengo ¿pos tú quién crees que me dejó así? Ya sé, ya sé que al rato que me
mate nomás va ser mi culpa, al rato me mata y de todo voy a tener la culpa yo.
El santo es él, que por accidente se le va ocurrir matarme”.
Mi
Ma sólo se me quedó viendo sin decir nada, se salió del cuarto y la oí hablarle
a mi Pa. No mucho ni muy fuerte, todo se hizo silencio. Traía harta rabia,
quería escupir y envenenarlos a todos, quería volverme fuego y quemar la casa
con todos adentro, quería ver sus cráneos crujir en las llamas, quería que el
veneno de mi boca quemara a Juan por dentro, sacarle los ojos y romperle todos
los huesos, hacer que se tragara sus propios huevos y verlo asfixiarse con
ellos. De haber podido sacarme la rabia el cuerpo acababa matando a todo el
rancho.
No
sé si de tanto llorar me quedé dormida, no sé si lo soñé o lo escuché de
verdad, pero la oí, oí su lamento, era suave y agudo, dolorido y a la vez
consolador. Percibía mi dolor, todo lo que revolvían los pedazos que quedaban
de mí, dentro de mi alma. Abrí los ojos y la vi frente a mí, bellísima envuelta
en luz azul, con sus manos sujetó mis hombros y lloró, lloró desde sus
entrañas, sus lágrimas eran pececillos que nadaban por la negrura de la noche. Mi
dolor era suyo y su llanto el mío, me hablaba sin decir palabra con el brillo
de sus ojos. Era como si dijera “No estás sola”. Se alimentó de mi dolor, se apropió de mi
rabia, la hizo suya y la volvió fuego, la transformó en flamas.
“Al
anochecer” dijo sin decir, “al anochecer”.
Abrí
los ojos y volví a mi cama, a mi cama, a mi cuerpo. “Al anochecer” me dije en
voz alta.
Ya
estaba muy entrada la mañana, calenté agua en el fogón para bañarme, me sentía
sucia y despellejada, me saqué las astillas de los pies, me quité las piedras
encarnadas de los codos y me eché aguardiente que me escoció la boca, ni me
dolía, no me dolía nada de lo que me dolía adentro, en el pecho, en las tripas.
Todos me veían, pero hacían como que no estaba, que era transparente y nunca
existí. Ni mi Ma, ni mi Pa ni Claudia ni Manuel, yo no estaba ya en este mundo,
me pude haber evaporado a esas horas y ni así me vieran volteado a ver. Me
senté en una banca en el patio, me dio no sé qué por tejer. Las pocas flores
que quedaban atraían a las monarcas y a las abejas, los pájaros cantaban desde
el mesquite y por momentos me sentí menos rota.
Y
que cuando menos lo pienso, ese cabrón viene y se me para enfrente. “No te
pongas así chula, cometimos errores. Ya no te enojes conmigo, te ves más bonita
contenta”. Me quedé atónita, sentía un zumbido agudo opacándolo todo, me
temblaban las manos y sentía todo el ácido de mi rabia emanando de mi cara. El
calor se me bajó a las manos y yo nomás lo veía y lo miraba, es que casi no me
la creo, tiene el descaro de venir a pararse frente a mí, de meterse a mi casa
¡tiene el descaro de mirarme a la cara!¡de traerme flores! El fuego me punzaba,
me quemaba, me ardía. La sangre se me hizo lumbre y ya no me interesó
contenerlo.
Me
incendié, las manos se me prendieron y las llamas se me hicieron garras. De una
bofetada dio hasta el suelo, ardió mientras yo lo miraba, mi fuego le derritió
media cara, hasta que casi se le veía el hueso, así como se deshace la manteca
en el fogón. Sus gritos me supieron a música, creo que hasta estaba sonriendo.
El alarido dolorido violó el silencio aprisionante, así como Juan me violó mí.
No importaba nada más, a penas así Juan sentía lo que él me hizo sentir a mí.