Carta 18
Septiembre 29
Haberte
conocido María, ha sido un calvario. La peor de todas las bendiciones, la mejor
de las maldiciones. Penitencia de enclaustro, martirio de santo. Cargando a
diario la insoldable pena de tenerte tan cercana como las estrellas.
Siempre
serás de otro.
Y
yo me quedaré añorando en la penumbra. Apostado cual vigía, bajo el balcón de
la ventana, de la casa que solía ser tuya. Como los grillos cantan sus sonatas,
en las noches sin lluvia; yo aquí asentado en mi nicho, canto y canto las
melodías del otrora, diáfanas luciérnagas en el firmamento de mis remembranzas.
Ahora tú, titilante, te vuelves un rumor cada vez más lejano.
Eres
otra, aunque seas tú; y quién tú eres ahora es una extranjera de mí. La María a
la que yo amaba, la dulce, sonriente, silvestre y revoloteante María a la que
yo amo, ha muerto. Murió conmigo aquel día que te subiste al tren. Las
evocaciones elusivas de mi amante, mi espíritu gemelo, son sólo quemaduras de
luz, en los ojos de mi memoria.
Tú
(la de entonces), así como tu amor por mí, ya no están aquí, en este plano
terrenal. Son atisbos de fuego arriba en lo alto, con los ángeles y los santos.
Existes sólo donde nunca podré alcanzarte, donde mis manos impuras jamás podrán
tocarte. Es un maleficio, una tortura perseguir el espejismo de ti. Atormentado
por el fantasma, las sombras, la silueta que justo ahora veo en tu ventana, no
es la real, pero es la María que aún hoy me ama. La verdadera tú, a trescientos
kilómetros y un día en tren, ella está en su gran casa, en el calor de su cama.
Esa María abraza al hijo que tanto ama, y le canta canciones que sólo solía
cantar para mí.
He
perdido una guerra que jamás podría ganar. He batallado en el frente equivocado
durante estos años. Siempre embriagado en el odio hacia su aborrescente padre,
siempre peleando contra él.
Admito
mi derrota, porque frente a ese hijo (que pudo haber sido mío) no tengo arma
alguna. Sólo me queda poner las manos al aire, las rodillas al suelo y me
rindo, mi guerra está perdida.
Juan.